RIVACOBA: LA REFORMA PENAL DE LA ILUSTRACIÓN.



“…es de tener presente que acometer reformas en lo penal,
sea en lo substantivo o en lo procesal,
sin conocer a los hombres del siglo XVIII o sin acordarse de ellos
y de lo que pensaron o lo que hicieron,
suele llevar a descubrir Mediterráneos y provocar sonrisas
más o menos amables o piadosas.
 También a aberraciones”.


La reforma penal de la Ilustración

Manuel de Rivacoba

Reconstrucción, anotada, de la conferencia que Manuel de Rivacoba pronunció en el Instituto de Ciencias Penales, de Santiago de Chile,
el 15 de diciembre de 1987, coincidiendo casualmente con el vigésimo aniversario de su incorporación a dicha entidad. Al publicarle, le dedicó a la memoria de dos pena­listas españoles, los profesores doctores
Manuel López-Rey y Arrojo y José María Rodríguez Devesa.
Joya rivacobiana que no ha perdido vigencia.



.  .  .


I.
Es un alto honor que aprecio y agradezco en cuanto vale intervenir en los actos de clausura —a lo menos, por el año 1987—del cincuentenario del Instituto Chileno de Ciencias Penales, corporación benemérita por su dedicación precisamente a las disciplinas criminales —como hoy parece preferible decir— y también por la emo­ción liberal que siempre la ha animado. Y constituye una inmensa satisfacción para mí hablar en una sala que lleva el nombre preclaro de don Luis Jiménez de Asúa.

II.
El tema que nos congrega esta tarde no tiene mero carác­ter arqueológico, de recreo en las antigüedades jurídicas por las antigüedades mismas y que se preste para hacer un alarde de erudición, sino que ofrece un interés histórico y debe servir o aspira a servir de medio de comprensión. A diferencia de lo que ocurre en el mundo de la naturaleza, cuyo conocimiento lo explica por sus causas, el conocimiento de una entidad cultural no es explicativo; consiste en una comprensión, esto es, en su consideración histórica, contemplándola —como en el theoreín griego, de donde proceden el concepto de teoría y asimismo la palabra— en su devenir en el tiempo y poniéndola en contacto, o, lo que viene a ser igual, entendiéndola, comprendién­dola, por los cambios que repercuten en ella de las más diversas mani­festaciones del valorar y del hacer humano. Al fin y al cabo, el Derecho no es más que un aspecto, un fenómeno de cultura, y de ahí, que su comprensión requiera o se beneficie de tener en cuenta todas o las más diversas dimensiones de ésta; y, por lo demás, nuestro Derecho, como el de ayer o el de mañana, no es sino un momento de un fluir incesante, que se origina en los que le preceden y origina, a su vez, los que le siguen.


III.
Esto posee especial aplicación al siglo XVIII, pues, como tiene dicho un elegante historiador de la cultura que lo conoce perfec­tamente, "herederos recargados, la Antigüedad, la Edad media, el Rena­cimiento pesan sobre nosotros; pero somos los descendientes directos del siglo XVIII" [2]. Yo mismo escribí de él, hace unos años, que "es poco decir que está cerca de nosotros o que está en nosotros. Eso acaso ocurra con todo tiempo, pasado, y, singularmente, con algunos períodos, pero nuestra vinculación con el siglo XVIII es diferente, es fundamental y vital. Somos su obra, el entramado de nuestro mundo descansa sobre las ideas y principios que él alumbró, por él y en él alentamos, somos y vivimos"[3]. Y, refiriéndose a una figura que los penalistas podemos y debemos considerar epónima de la época, Calamandrei dijo que “Cesare Beccaria no ha cumplido todavía enteramente su misión, no ha comenzado todavía a ser un antiguo” [4]. Quizá cuanto significa el siglo XVIII, lejos de ser nunca antiguo, de pasar a ser nunca un pretérito ajeno y remoto, conserve permanentemente pre­sencia y coetanidad, mientras la humanidad distinga de las cosas y respete por encima de todas ellas al individuo humano y se esfuerce por ajustarse en su organización y su vida en común a la concepción liberal de que hoy nos enorgullecemos como la más imbuida de subs­tancia moral que hayan elaborado las mentes y sentido los corazones.

IV.
Todo lo cual tiene una particular resonancia hic et nunc, para el Derecho penal del presente. Se observa en él una decadencia del ímpetu dogmático, la construcción dogmática se encuentra como en un estado de reposo y se advierte su insuficiencia para el espíritu crítico y el afán de mejoramiento (que en el Derecho penal no puede ser sino humanización) de la realidad penal. Por supuesto, el estudio y dominio del Derecho punitivo empieza por la dogmática, pero no puede satisfacerse ni quedarse en la dogmática, ni ésta propiamente lo es si no culmina en la política criminal. En lugar, pues, de por la dogmá­tica, y sin menospreciarla, se siente en la actualidad un prevaleciente interés políticocriminal, se trabaja con ahínco en la reforma de nuestro Derecho y se la mira como una necesidad imperiosa; lo cual consti­tuye un punto más de congruencia con el espíritu crítico que caracte­rizó al siglo XVIII y con el concepto que de éste tenían los propios hombres de la época, incluso antes de que comenzara la centuria: “Siamo nel secolo dei censuristi", decía Gregorio Leti todavía en 1684, y "We live, it seems, in a fault-finding age", Aaron Hill ya en 1709. En el anhelo de renovación y mejora que últimamente se ha extendido y hoy nos mueve, cabe percibir cierto eco del sentido augural e inau­gural que animó a las almas en el setecientos, y que plasmó muy bien Chastellux en esta frase de su obra De la felicité publique, de 1772: "Vosotros, los que vivís y sobre todo los que comenzáis a vivir en el siglo XVIII, felicitaos".
   Es, así, de singular oportunidad considerar la reforma penal de la Ilustración, reforma, por cierto, de las más importantes en un siglo de reformas, y puede constituir buen incentivo para ello el haberse cumplido hace poco el bicentenario del cuerpo legislativo, en lo crimi­nal, más característico y citado de aquel tiempo: la Reforma de la legis­lación criminal toscana, que dio el archiduque Pedro Leopoldo en Pisa el 30 de noviembre de 1786. Sin embargo, citar no significa necesaria­mente conocer, y esto ocurre con tal código, cuyas ediciones, como dice Carlo Paterniti al presentar una nueva y comentarlo en 1985, “son ra­ras” [5]. Antes de la suya ya existía contemporáneamente una excelente en la magnífica que hizo Franco Venturi del opúsculo de Beccaria, De¡ delitti e delle pene, con una colección de documentos relativos al nacimiento de esta obra y a su fortuna en la Europa del setecientos [6]; pero no por ello deja de ser cierto el escaso conocimiento y estudio de su texto.
   Ahora bien, la recordación de este documento, y con él del Dere­cho penal de su siglo en conjunto, carecería de sentido para nosotros si no se convirtiese en una proyección.

V.
Mas sería erróneo creer, por la importancia que tuvieron y el papel que desempeñaron la razón y la crítica en el siglo XVIII, que fue una centuria exclusivamente crítica; por lo contrario, fue asimismo tenazmente creadora. La razón y la crítica estaban al servicio de una transformación y renovación, o de un propósito de transformación y renovación, desde la raíz a la copa, del mundo y, sobre todo, de la vida. A este respecto, constituyen emblemas muy apropiados de la época dos expresiones de hombres también de aquel tiempo, que señalan tanto su espíritu crítico como su sentido creador. En efecto, Peñalosa habló entonces de la manía de pensar" [7] y el padre Sarmiento llamó al suyo el siglo de hacer caminos" [8].
   Luego de más de cien años de luchas religiosas y transcurrido ya medio siglo desde que la Paz de Westfalia puso fin en 1648 a la gue­rra de los treinta años, con la admisión, más o menos explícita, de la necesidad de convivencia y tolerancia, se vivía en una era de relativa tranquilidad y bienestar y de florecimiento material de Europa, que dio lugar a un florecimiento también de la instrucción y la cultura y a una confianza generalizada entre los círculos más conspicuos e influ­yentes de la sociedad en la virtud renovadora de lo que con palabras muy de la época se denominó las luces. Rápidamente se creó así un público ávido de leer y se produjo un cambio radical en la posición y la consideración social de los escritores, que de vivir a la sombra de la protección displicente y mezquina de los grandes pasan a depender sólo del público, es decir, de la difusión y el éxito que lo­graran sus obras. Justamente en el año, ya citado, de 1709, una ordenanza de la reina Ana de Inglaterra —en Inglaterra tenía que ser— reconoce y regula por primera vez el copyright, o sea, los dere­chos de autor, que todavía hoy designamos con esa palabra inglesa. Las luces se constituyen, pues, en el motor para alcanzar la libertad y la felicidad, aspiraciones tan caras que sin, tardar el propio poder abso­luto se justifica a sí mismo, o trata de justificarse, como el más pro­picio para fomentar y preservar la libertad y la prosperidad de sus súbditos. Ejemplo feliz es de ello Catalina II, representante característica, hasta extremos poco comunes, de la monarquía absoluta, y también, por otra parte, del despotismo ilustrado, quien, en un razonamiento que no sé si lógicamente es correcto o constituye más bien un paralogismo,
   Pero que es significativo para la comprensión de su pensamiento y la comprensión de la época, justifica la concentración de la autoridad en una sola persona por ser mejor para la libertad estar sometido al poder de uno que al poder de muchos y porque el poder absoluto no dirige sus acciones sino a conseguir y mantener la felicidad máxima. El poder político provenía de lo alto y continúa proviniendo sin limitaciones hasta las transformaciones que trajeron los acontecimientos de los últi­mos lustros de la centuria; pero este cambio de justificación y de sen­tido, según el cual su razón de ser y la finalidad de su ejercicio no residen ya en el cumplimiento de designios transcendentes ni en la fideli­dad a una tradición o el engrandecimiento de la gloria de una dinastía, sino en el logro de la felicidad y la garantía de la libertad de los súbditos, está preñado de grandes consecuencias. Para quienes no desconozcan la importancia de los fines, y de su mudanza, en todo lo humano —y esto es bien sabido de cuantos se dedican al Derecho—, resulta fácil de com­prender que con tal trastrueque de la concepción del poder real quedaba echada y perdida la suerte del antiguo régimen. Los nuevos cometidos rebasan con mucho sus posibilidades, no son realizables dentro de la estructura social y la organización política existentes, y requieren transformaciones substanciales en lo social y en lo político, y consecuente­mente en lo jurídico, que han de hacerle estallar. Ahora bien, la fuerza motriz de la razón resulta insuficiente para transformaciones tan radi­cales y enérgicas, con las demoliciones y construcciones que demanda­ban, y con presteza vinieron en su auxilio al desarrollo y el imperio de los sentimientos y de la Filosofía del sentimiento [9], con la lógica humanización de las costumbres y su aversión al dolor y al sufrimiento físico, Y con todo ello se provoca una progresiva aceleración del tempo histórico. Voltaire decía en 1763 que "presque toute l’ Europe a changé de face depuis environ cinquante années”[10], fenómeno que en lo que falta de siglo se acrecienta y hace vertiginoso.
   En este proceso se dibujan dentro de la centuria dos períodos, la Ilustración, o sea, el Iluminisme de los franceses, la Aufklaerung de los alemanes, y la Revolución, que más y antes que un acontecimiento o un conjunto de acontecimientos sociales y políticos es un hecho de pensamiento y se dio en el plano de las ideas. Inmediatamente suce­sivos e íntimamente conectados, el segundo proviene y depende del primero, pero a la vez le imprime un impulso y operatividad que no tenía, rompe las limitaciones que lo constituían y configuraban, extre­ma sus ideas y extrae en el pensamiento y en los hechos las últimas consecuencias de sus postulados y finalidades. Claro es que más que de períodos en sentido cronológico se trata de etapas o fases en sentido cultural, con cuanto el complejo concepto de cultura abarca, y que, por semejante razón, no se dan de manera separada, aunque fuese con contigüidad, en el tiempo, sino que se imbrican, las influencias y los contactos de cada uno con el otro son múltiples, y en ocasiones no resulta sencillo situar en uno u otro de ellos a ciertos personajes o sus obras. Es más, el diferente grado de adelanto a la sazón en los distintos países de Europa hace que la mentalidad, los planes, las empresas de algunos respondan en determinado momento a estadios y perspectivas que otros ya han dejado atrás, pero, por lo mismo, pueden conocer y beneficiarse, para criticarlos o para acogerlos en parte, de los logros que éstos tienen alcanzados. Y, en fin, no hay que perder de vista el que dichos períodos o fases sólo en sus líneas generales son algo homogéneo, pues están llenos de diversidad, contradicciones e incluso, con frecuencia, intereses encontrados. Sin embargo, no por ello dejan de poseer una personalidad definida ni deja de ser hacedero trazar las líneas que los perfilan y diferencian en lo filosófico, en lo artístico, en lo social, y en lo político.
   En lo filosófico, inspira a los ilustrados, principalmente, la Filoso­fía de la razón, tributaria del racionalismo continental del seiscientos y que desciende la razón de la contemplación y discusión de los graves y abstractos problemas metafísicos a la solución de los problemas con­cretos y más apremiantes del obrar del hombre y su destino, y, por otro lado, el empirismo inglés, mientras que para los revolucionarios es más importante la Filosofía del sentimiento y se hallan propensos a escuchar de continuo el lenguaje del corazón y a conmoverse hasta las lágrimas. En lo artístico, predomina en aquéllos la mesura racionalista del neoclásico, e impulsa con creciente vigor a éstos el prerromanticismo, que se concentra en movimientos como el Sturm und Drang (tempestad y empuje), cuya denominación vale por toda una definición y la aven­taja. En lo social, los unos suelen pertenecer a la nobleza menor, se mueven con soltura en la corte y frecuentan los salones, y son audaces no más que en la esfera del pensamiento, no sobrepasando por lo gene­ral las lindes de un prudente teísmo o, a lo sumo, del mero deísmo [11], en tanto que los otros son profesionales salidos de la burguesía o que proceden de regiones apartadas, en la periferia de sus respectivos países, decididos a no detenerse y a llegar en los hechos hasta las últimas conse­cuencias. En lo político, resume con mucha concisión y acierto la posición de los primeros la máxima de Turgot “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”, el cual es o debe ser, en cambio, para los segundos, el principal actor de la vida pública y sus mutaciones. Si se quiere personificar tales grupos en figuras conocidas, recordemos y contrapongamos a Montesquieu y Voltaire, "el amigo de la humanidad”, con Rousseau, Robespierre y Marat, "el amigo del pueblo".
   Los filósofos —término que mucho se usa y del que no poco se abusa en aquellas décadas—, es decir, los ilustrados, los éclairés, los Auf­klaerer, componían el entourage de los déspotas ilustrados, fuesen éstos de verdadera capacidad intelectual, como Federico II, o simplemente de buen sentido, como nuestro Carlos III. Muy lejos de su moderación, los revolucionarios no podían contentarse sino con reformas radicales.
   Quien trazó un retrato y juicio muy exacto de los ilustrados, y señaló al mismo tiempo la distancia que le separaba de ellos, fue Ro­bespierre, en su magnífico discurso ante la Convención del 18 de Flo­real del año 11 [12] cuando dijo que en materia de moral fueron mucho más allá de la destrucción de los prejuicios religiosos, pero en materia política quedaron “siempre por debajo de los derechos del pueblo”.

VI.
Esta preocupación y estas actividades constructivas de la Ilustración se manifiestan en los más diversos órdenes de la vida. Unas son de carácter material, ora para inmediato provecho de la comunidad y mejora de sus condiciones, de vida, realizando innumerables obras pú­blicas, con preferencia no de índole suntuaria, como edificios para la Administración, caminos, puertos, canales, desecación de marismas u otros terrenos pantanosos, colonización interior; ora con afán filantrópico, creando establecimientos de beneficencia, como hospitales, asilos y hospicios. Otras, de carácter intelectual. Con excepciones, como la de Salamanca en el siglo XVI, las universidades vivían en plena decadencia; desde el mil cuatrocientos habían ido quedando relegadas a un segundo plano, y habían arribado a un verdadero marasmo. La mayoría de las grandes figuras del Renacimiento y de las centurias que le siguieron, se forjan, trabajan y producen su obra al margen de las Universidades. Lo dice todo, al respecto, que en la propia Salamanca del setecientos fuera catedrático nada menos que de matemáticas Torres Villarroel, harto más conocido por su vida y sus andanzas picarescas que por sus aportaciones a la ciencia de las cantidades y las medidas. Tales casas de estudio no vuelven a adquirir prestancia y a cumplir una función auténticamente rectora de la vida intelectual y nacional hasta corridos ya varios lustros del siglo XIX, con su transformación con Napoleón y la creación de la Universidad de Berlín. Además, tenían a menudo un origen eclesiástico o municipal que las recomendaba poco en una época de intensa secularización y centralización de la vida y del poder.
   En su lugar, se fundan y proliferan por entonces, bajo la protección real, y constituyen lo genuino del momento, las Academias, cenáculos reducidos donde se reúnen en pequeños grupos y con periodicidad fre­cuente doctos y eruditos, esto es, los cultivadores más eximios de las diversas ramas del saber en cada país o en cada región, con la exclusi­va finalidad de comunicarse y debatir sus hallazgos y sin preocupación alguna ni perder su tiempo en enseñar a estudiantes y preparar profe­sionales ni en ganarse con ello la vida. Y junto con las Academias los distintos soberanos fundan museos, jardines botánicos y otras institu­ciones similares. Este esplendor de las sociedades sabias provocó un uso muy eficaz para el estímulo y la formulación del pensamiento de la época sobre numerosos puntos de carácter moral, político o econó­mico, y que contribuyó no poco a su difusión: los concursos que solían convocar acerca de temas concretos de tal naturaleza, ofreciendo un premio para el estudio que, entre los presentados, resultara ganador. Al calor de estas convocatorias se generaron varias de las obras, o, mejor, opúsculos, denominados con frecuencia discursos o memorias, más, repre­sentativas e importantes de aquel tiempo, algunas de las cuales llegaron a suscitar una verdadera conmoción y hasta revolución en el modo de ver y entender ciertas cuestiones, aunque no siempre las que obtuvie­ron las recompensas fuesen las más valiosas, ya que en ocasiones fueron coronadas por el triunfo algunas que la posteridad recuerda, así como a sus autores, sólo por haber sido galardonadas en certámenes a los que habían concurrido figuras más notables con producciones más notorias. Entre semejantes chefs d'oeuvre o capolavori, están sin duda en la mente de todos los Discursos de Rousseau o, en el ámbito más restringido de lo penal, los opúsculos de Beccaria, de Robespierre, de Brissot de War­ville y de Marat.
   Otras, en fin, de las preocupaciones y actividades constructivas de la Ilustración eran de carácter jurídico, racionalizando y unificando el Derecho con los primeros códigos, intentando someter por igual a la legislación real todo el reino y a todos los súbditos y terminando o reduciendo las exenciones territoriales (asilos, ordenamientos regionales) y los privilegios (jurisdicciones especiales). En tal tarea reviste signifi­cación especial la lucha contra los desafíos y los duelos, que, si bien viene de antiguo, cobra entonces singular importancia, como medio de doblegar definitivamente a la nobleza e imponer sin excepciones la autoridad real.

VII.
Se ha objetado nuestra distinción entre Ilustración y Revo­lución, entre ilustrados y revolucionarios, entre el pensamiento ilus­trado y la mentalidad revolucionaria, sosteniendo que el primero es ya revolucionario y que las ideas de los enciclopedistas son acogidas y hechas suyas por la Revolución [13]. Lo cual, hasta cierto punto, es verdad. Existe una secuencia ideal, en las ideas y aun en las aspiraciones. Sin embargo, la diferencia es efectiva, y radica en los supuestos políticos y sociales, entre una concepción de continuidad o bien de ruptura de la estructura social y la organización política; en la actitud y el protagonismo del cambio, concibiéndolo con un criterio paternalista o, en su lugar, como una conquista automanumisora, y en su radicalismo y las consecuencias en que los cambios deben desembocar. Es una diferencia, nada menos, entre que el hombre prosiga siendo un súbdito o se erija en ciudadano.
   La Revolución triunfante realizó en plenitud, ciertamente, cuanto había implícito en las pretensiones de los ilustrados, mas con ello des­borda por encima de las limitaciones que los habían modelado, los constituían y los contenían. La contraprueba de esta aserción se obtiene no más que con observar la reacción de los ilustrados que, por ser pos­teriores o más longevos, llegaron a vivir durante los sucesos revolucio­narios, con sus azares. Su actitud fue, primero, la de contemporizar; en seguida, intentar someterlos a cauces, enderezarlos, y, al fin, conspi­rar y esforzarse por aniquilarlos, llegando con frecuencia a perecer en la demanda. Era la puesta en práctica de sus propias aspiraciones, pero exaltadas hasta el infinito y al precio de la quiebra y negación de su propio orden mental y social, en el que se habían formado y se habían movido a lo largo de su vida. Lógicamente, lo congruente hubiera sido adoptar una actitud inteligente, de comprensión y adaptación, en la que los cambios habrían incitado al desarrollo, el progreso y la evolución de las ideas, pero, psicológicamente, lo natural es que se encerrasen en una intransigencia casi instintiva, hecha de desconcierto y oposición. Encapsulados así en su mundo, en un mundo que ya no era, y desconec­tados de la realidad y del tiempo, su ofuscamiento se traduce en obtu­ración a lo nuevo, ciego recurso a la violencia y negación u olvido de su propio pensamiento y de su propia obra, de la trayectoria entera de sus vidas. Y esto, igual en los primeros actores que en los personajes menores de la historia.
   Los ejemplos sobran. En un orden general, recordemos a Floridablanca, el viejo ministro de Carlos III; más próximo al Derecho penal, a Pedro Leopoldo de Hasburgo, que, como archiduque de Toscana entre 1764 y 1790, había sido uno de los déspotas ilustrados más progresivos y avanzados en los diversos campos de la política y la legislación, pero que luego, en el trono imperial desde 1790 hasta 1792, no sólo fue el más encarnizado enemigo de la Revolución francesa, en lo que, pudo influir el hecho de ser hermano de María Antonieta, sino que también en lo interno puso fin al gobierno reformador que había llevado su hermano y antecesor José II; y, entre los penalistas, a Manuel de Lardizábal, que adoptó la actitud más sumisa a Fernando VII, lo mismo frente al alzamiento popular español de 1808 que frente al de 1820, y le sirvió con la mayor lealtad en su política reaccionaria y represiva, llegando a formar parte en 1814 de una comisión de depuración de funcionarios, no obstante haber sufrido persecución en la etapa antiilustrada de Godoy.
   Habría sido de ver cómo hubiera reaccionado Federico II, asistido y aconsejado por Voltaire, si uno y otro hubiesen llegado a tales días y si la amistad entre ambos se hubiese mantenido hasta entonces.


VIII.
A pesar de la indudable cesura que se da entre los dos períodos, también hay una continuidad y acentuación del espíritu uti­litarista, progresista y optimista, y, lógicamente, de la sensibilidad humanitaria y la repugnancia al dolor físico. Una época férvida de afanes transformadores y filantrópicos como la de las luces tenía que conferir particular atención, en el pensamiento y en los hechos, a la legislación penal, y que imprimirle un rumbo nuevo, en consonancia con sus ideas y su sensibilidad. Así, no es mucho, pues, que fuera “también la edad de la razón la que contempló los primeros comienzos de un trato inte­ligente y humano de criminales y dementes” [14]. Si dispusiéramos de tiempo, nos resultaría muy útil como penalistas recordar asimismo aquí la obra y la significación de Felipe Pinel [15].
   De lo que no podemos prescindir es de considerar que la dife­rencia entre lo ilustrado y lo revolucionario se revela con fuerza y niti­dez en dos rasgos que distinguen sin lugar a dudas el pensamiento y la legislación penal de uno y otro período. En materia de interpretación, la superioridad del soberano en relación con los súbditos se refleja en que, por mucho que se restrinja, no cabe prescindir de la interpretación de la ley, acudiendo en último término al príncipe, de ser preciso, para que declare su intención [16], mientras que, cuando se entiende que la ley es obra de los ciudadanos y no de una instancia superior, su inter­pretación por los jueces, no sólo es innecesaria, sino que constituye un verdadero peligro para la voluntad expresada en el texto legal y para la seguridad individual [17]. La misma preocupación de evitar que mediante la interpretación quede desvirtuada la voluntad popular plasmada en la ley, sabido es que inspiró la creación de la casación en la Francia revolucionaria, a la cual tampoco se ignora que no es ajeno el nombre del propio Robespierre. Y, por otra parte, la conformación estamental, esto es, estratificada, de la sociedad, lleva por sus pasos contados a la desigualdad de las penas para delitos idénticos según que el reo perte­nezca, dentro de la comunidad, a niveles distintos, mientras que en una sociedad homogénea, cuya estructura se basa en la idea de un igualita­rismo esencial entre todos los ciudadanos, las penas tienen que ser idén­ticas sin atender para nada a la calidad del delincuente. Para Lardizá­bal, “la clase, el estado, el empleo, etc., deben influir también en la diversidad de la pena. Un noble, por exemplo, no debe ser castigado con el mismo género de pena que un plebeyo, un esclavo que un hom­bre libre, etc."; y “un destierro el desagrado del príncipe, hará tanta impresión en un hombre ilustre, como podrá hacer en un plebeyo una pena corporal y dura" [18]. En cambio, para Beccaria, "a quien diga que la misma pena impuesta al noble y al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de la educación, por la infamia que se extiende sobre una ilustre familia, responderé que no es la medida de las penas la sensibilidad del reo, sino el daño público, tanto mayor cuanto sea más favorecido quien lo produzca” [19]; y, más tajantemente, para Brissot de Warville, “no debe haber distinción de penas en razón de la dis­tinción de los delinqüentes. Todo delinqüente convencido dexa de ser ciudadano, y por el mismo hecho pierde los privilegios de la clase á que correspondía. Un señor que asesina á su criado, es tan enemigo de la pública tranquilidad, como el salteador que sale á un camino á asesinar á un pasagero " [20].
   Al fin, sería el segundo punto de vista, el que habría de preva­lecer. Más alto y eficaz que la contención de los ilustrados se alza el “malheur aux hommes froids!” de Morellet en el prefacio a su traduc­ción de Beccaria.

IX.
Ahora bien, la reforma penal no es en el siglo XVIII una reforma más. Los espíritus más abiertos y significativos le dedicaron particular atención, y sus nombres están vinculados a ella.
   La reforma de la legislación tuvo entonces grandísima importan­cia. Filangieri dijo que “parece que ésta es sola la última mano que falta para completar la obra de la felicidad de los hombres, y parece que la situación misma de las cosas la haya preparado" [21].
   Y dentro de la reforma legislativa tenía que ofrecer singular relie­ve, utilidad, urgencia e interés la renovación de las leyes criminales.
   Paterniti señala que la reforma penal fue uno de los momentos necesa­rios para asegurar la nueva concepción del Estado [22].

X.
La progresiva aceleración que se ha indicado en el ritmo de los cambios del siglo XVIII se manifiesta muy bien en lo penal. A mi­tad de la centuria, en 1751, el Código bávaro todavía castiga con la muerte en la hoguera el delito de comercio sexual con el diablo. En 1768 la Constitución criminal teresiana continúa admitiendo la tortura, pero, muy en consonancia con el espíritu racionalista y legalista de la época, prescribe con minuciosidad y cuidado, sirviéndose de cuarenta y ocho tablas ilustradas, las formas de aplicarla. Por una ordenanza de 1773 la propia María Teresa manda suspender su aplicación, y, antes de cumplirse tres años, el 2 de enero de 1776 decreta su abolición con carácter general y sin limitación alguna para todos los Estados que componían el Imperio. No obstante, esta medida no era obligatoria para los Estados italianos, donde, según escribía Kaunitz, “la tortura se frecuenta mucho más que en los Estados alemanes" [23], sino con el voto favorable de sus respectivos órganos gubernativos supremos, es a saber, el Senado de Milán y el Consejo de Mantua; y, mientras éste se mostró propicio a la supresión del tormento, el primero se pronun­ció en contra, haciendo que se mantuviera en vigencia y aplicación hasta que, por último, el 11 de septiembre de 1784 José II lo abolió sin contemplaciones. Ya se ha dicho que del 30 de noviembre de 1786 es la Reforma de ¡a legislación criminal toscana de Pedro Leopoldo; y pocos días después, el 13 de enero de 1787, dicta José II el Allge­meines Gesetz über Verbrechen und deren Bestrafen [24] para el Imperio, culminando con ello las reformas penales de la Ilustración, en las vís­peras ya, en cuanto al momento y, sobre todo, en cuanto al radicalismo de las ideas y la renovación o el cambio de las instituciones, de la Revolución. Por lo demás, innecesario es rememorar que Catalina II quiso atraerse a Beccaria con el objeto de dotar también de un nuevo Derecho punitivo a Rusia, y que Carlos III pretendió igualmente reformar las leyes penales de España [25].

XI.
Hablando, del siglo XVIII y de la orientación en él del Dere­cho penal, se subraya siempre, con razón, su utilitarismo. Sin embargo, bajo este utilitarismo yace un indudable y no menos importante fondo ético. En Beccaria se aprecia muy bien. Kant le reprocha su “sentimiento de humanidad mal entendido” [26], pero Guido de Ruggiero [27] y Piero Calamandrei [28] han puesto de manifiesto que el autor de Dei del¡tti e delle pene se anticipó al imperativo categórico del filósofo de Koe­nisberg y al profundo respeto que envuelve de la persona humana en su inalienable entidad moral [29], cuando en el parágrafo XXVII de su opúsculo escribió que “no hay libertad donde las leyes permiten que en determinadas circunstancias el hombre deje de ser persona y se con­vierta en cosa"[30], exaltando y reverenciando así la dignidad incompa­rable de lo humano. Por lo demás, tal pensamiento atraviesa y anima a toda la doctrina de la época, en su reconocimiento y garantía de la inconfundible eminencia del individuo.

XII.
La reforma penal de la Ilustración se apoya en tres grandes principios y consiste, esencialmente, en su desarrollo y realización. El primero es la configuración y consagración del dogma o axioma [31] de la legalidad. Hasta entonces no se habían dado los supuestos filo­sóficos y sociales que lo fundamentan, reclaman y hacen posible; y los antecedentes que se suele citar no pasan de atisbos muy poco cons­cientes y perfectos, cuando no son algo completamente distinto, a saber, reliquias de privilegios feudales arrancadas y defendidas con tesón por la nobleza en su lucha contra la creciente ascensión de la realeza y la imposición de su poder. En la Reforma toscana, empero, en seguida se advierte, no sólo la ausencia de su formulación, sino también la presencia de las antiguas penas arbitrarias, libradas al criterio del juez, y la falta de toda precisión en la determinación de multitud de delitos, lo que, unido a su espíritu paternalista y el estilo en no escasas oca­siones más persuasivo o explicativo que normativo en que está redac­tada, hacen de ella antes un producto genuino, aunque avanzado, de la Ilustración, que un código moderno. Forma esto abierto contraste con la claridad y el rigor con que dos años y medio después aparece con­signado el principio de legalidad en el artículo octavo de la Declaración francesa de los derechos del hombre.
   Otra línea esencial de la reforma consiste en la supresión o atenuación de los delitos que ya no condicen con las valoraciones de la época, o sea, lo que hoy denominamos descriminalización o despenalización; y así es cómo desaparece por primera vez en la Reforma toscana el de lesa majestad, con las excrecencias absurdas y terribles que habían ido ampliándolo heterogénea e inaceptablemente en un proceso de milenios. Desaparecen asimismo los delitos de magia, hechicería y otros análogos, con la consiguiente racionalización y laicización del Derecho criminal; y se somete a demoledora crítica, hasta reducirlos a sus justas dimensiones, delitos que venían y continuaban siendo gra­vísimos, como la sodomía, el infanticidio, el contrabando y la caza.
   La tercera gran tarea de la reforma fue la de humanizar o miti­gar las penalidades, acordándolas a la sensibilidad de la hora. Comienza lo que luego se convertirá en campaña continuada y secular contra la pena de muerte, que queda ya abolida, lo mismo que la mutilación, la confiscación y la marca, así como la infamia que importaban algu­nas de ellas, en el código leopoldino. Se consagra el principio de la personalidad de las puniciones, y se proporcionan éstas a la diversa gravedad de los respectivos delitos. Es cierto que la Leopoldina aún conserva las penas de exposición a la vergüenza y de azotes en público y en público sobre un asno, pero utiliza con preferencia las penas res­trictivas y privativas de la libertad.  Por lo demás, es la sazón en que, por la valoración que se hace de la libertad y el peso de los precedentes que se habían acumulado, nacen propiamente estas últimas como tales penas y empieza su desarrollo excluyente de las restantes y casi exclusivo en los diversos elencos punitivos, sin desconocer por ello la influencia que en tal fenómeno tuviera la revolución industrial, con sus movimientos de emigración de vastos contingentes humanos desde el campo a las ciudades y la aparición del proletariado alrededor de las minas y las fábricas, pero sin reconocerle el valor determinante o preponderante que se le ha atribuido en nuestros días, pues la cárcel y el presidio como formas y establecimientos de castigo se hallaban ya con­figuradas en la realidad y en las mentes con anterioridad.    
   Datan tam­bién de entonces, con Filangieri, las ideas de que la multa debe ser impuesta en los delitos perpetrados por codicia y no debe ser expre­sada en cantidades de dinero fijas e iguales para todos, sino en una porción de la hacienda del reo [32], la última de las cuales acoge más tarde Vidaurre en su proyecto de código para Chile y el Perú de 1828 [33] y se adelanta en mucho al Código brasileño del Imperio [34] y al moder­no sistema de los días de multa, y la primera resurge en documentos legislativos contemporáneos [35].
   Aunque a primera vista parezca extraño, estos cometidos no han perdido en los siglos actuales. Lograr el imperio de la legalidad en los delitos y las penas es todavía una tarea que nos incumbe a todos, no tanto ya para que se consigne el principio en las leyes, cuanto para que no se le burle a través de los tipos abiertos y los llamados tipos de caucho. En relación muy estrecha con el principio de legalidad se encuentra el de culpabilidad, que no es sino su corolario y complemen­to, pues, constituyendo la finalidad de aquél garantizar la certeza, la seguridad y la libertad del individuo respecto a la significación y las posibles consecuencias penales de sus actos, no hay certeza, ni seguri­dad ni libertad, si cabe responsabilizar a un sujeto por lo que no se ha representado o podido representar, o, habiéndoselo representado, no estaba en su mano evitar o no se le puede reprochar. Y en esta pers­pectiva, por más que el principio de culpabilidad fuera afirmado sin restricciones por Lardizábal [36], y pertenezca casi sin excepciones al plexo de convicciones y exigencias en que se asienta y a que responde el Derecho penal de nuestro tiempo, distamos todavía mucho de haber eli­minado en gran número de países, y, desde luego, en Chile, la respon­sabilidad objetiva.
   Sería injusto negar que exista una opinión generalizada en el mundo acerca de la necesidad de revisar y reducir los catálogos de deli­tos y de penas y que esto se haya llevado o se esté llevando a cabo en numerosos ordenamientos, pero no es sino muy cierto afirmar que de tiempo atrás y más cada día la política criminal chilena marcha en dirección inversa, con olvido de la elemental noción de que la pena no es medio ni remedio para nada, sino sólo la expresión o concreción, o, si se me permite, el símbolo, de la reprobación y el reproche público de los actos de significación más grave para la comunidad por atentar de manera insoportable contra su existencia u organización o contra los bienes que con arreglo al desarrollo cultural y el sistema de valores dominantes en el cuerpo social estima más importantes y por ello dig­nos de la protección jurídica más eficaz. Llama así desfavorablemente la atención el incremento y la agravación constante de los delitos contra el Estado o contra quienes ejercen el poder en el Estado; que no se derogue algunos, como la sodomía, el incesto, la vagancia y la mendi­cidad; que no se nuevos regímenes para otros, como el estupro y el aborto, y que no se proporcione mejor las penas a la relativa gravedad de los delitos, o sea, a la entidad de sus respectivos objetos jurídicos.
  ¡Y qué decir de la empresa nunca conclusa, y menos en este país, de pugnar contra la pena de muerte; de la necesidad de reducir el predominio, casi monopólico, de la privación de libertad y de acor­tar su duración; de la necesidad de jurisdiccionalizar su ejecución; de la de evitar hasta donde sea factible su función estigmatizadora; de ensayar nuevas formas de punir...!

XIII.
Mas la reforma penal no se circunscribió a lo substantivo; abarcó también lo procesal, y no fue menos importante en este ámbito. Se comprende que así fuera por la reconocida inherencia del Derecho penal al Derecho procesal penal y porque "lo que ante todo, atrae la atención de los estudiosos de aquel tiempo es la forma del proceso, esto es, la manera como la justicia se realiza" [37].  En efecto, según una frase muy gráfica y conocida, “el Derecho penal no toca ni el pelo de la ropa al delincuente, sino el Derecho procesal penal”, y de ahí, que los más y los mayores peligros para la libertad y para los derechos fundamen­tales del individuo provengan, en esta esfera, de la índole y las defi­ciencias de los procedimientos criminales, así como, por otra parte, de la regulación, o la falta de regulación y el abandono, de la ejecución de las penas. Lo cual se da de manera tremendamente acentuada en los diversos países de Iberoamérica, como acreditan el enorme porcentaje que hay en ellos de presos sin condena y los abundantes casos de pre­sos que salen de la cárcel absueltos o con la pena, cuando se la imponen, ya cumplida. Así, no ha de extrañar que una época en que lo principal era preservar de toda arbitrariedad al hombre, y proporcionarle certidumbre y seguridad como bases de su libertad, prestara particular atención a esta materia y la renovara.
   Refiriéndose a lo que llama “la irregularidad de los procedimien­tos criminales”, Beccaria habla de esta "parte de legislación tan prin­cipal, y tan descuidada en casi toda Europa" [38]. El mismo, y más Filangieri o Marat, entre otros autores de aquel tiempo, dedican mayor detenimiento, y espacio a lo procesal que a lo estrictamente penal; y de la Leopoldina tenemos escrito que, "sin regatearle su significación penal, probablemente sean mayores sus méritos, aunque se hayan desta­cado menos, en lo procesal” [39].

XIV.
Las reformas que del proceso penal concibió, proyectó o ejecutó el siglo XVIII produjeron una verdadera mutación y conmoción en su momento, poseen un valor perdurable y representan un estímulo todavía no satisfecho en la actualidad. En la natural imposibilidad de contemplarlas todas, vamos a espigar y comentar apenas una decena.

1. En primer lugar, la referente a la publicidad de los juicios. Tal vez nadie se haya expresado sobre este punto con la elocuencia de Marat: “¿Queréis que el crimen sea castigado, la inocencia defendida, la humanidad respetada y la libertad asegurada? Administrad la jus­ticia en público. Es lejos de los ojos del pueblo donde se emplea mul­titud de medios odiosos para llegar a la prueba de los delitos. Es en la obscuridad de los calabozos donde infames satélites, disfrazados de malhechores, tienden asechanzas al acusado, y tratan de ganar su con­fianza para traicionarle. Es en las sombras reducidas de una prisión donde los magistrados inhumanos, olvidando la dignidad de sus fun­ciones, se envilecen en las de delator y emplean en la pérdida de los desdichados una astucia que no siente escrúpulo por nada. Es en un tribunal inaccesible donde se ve encarnizarse a los jueces en la pérdida de un inocente [...]. Que todo delincuente sea juzgado, pues, a la cara del cielo y de la tierra'' [40]. Beccaria dedica todo un parágrafo, el noveno, de severo acento crítico, a lo que rubrica Acusaciones secretas, con men­ción de un par de pasajes de Montesquieu sobre el particular; y la Reforma toscana proscribe con vehemencia tales acusaciones [41] y cual­quier acto secreto en los procesos [42] y prescribe terminantemente la pu­blicidad de todos los actos procesales [43].  Muy al contrario, los jueces ordinarios, y con particular empeño los especiales, decretan y estiran el secreto del sumario, impidiendo su conocimiento, y, por tanto, la defensa, durante largo tiempo; y no hablemos de la clandestinidad de la policía, en su trato al detenido y en las actuaciones previas, de las cuales depende en demasiadas ocasiones, por uno u otro motivo, el destino de aquél.

2. En cuanto a la independencia de los jueces, y por no volver aquí sobre la doctrina de Montesquieu, clásica en la materia de la sepa­ración de los poderes públicos, oigamos otra vez las encendidas pala­bras de Marat: "Seria un abuso indignante que los tribunales crimi­nales procediesen del príncipe; deben ser completamente independientes", pues de otro modo "estarían siempre a las órdenes del patrón que les nombra, y jamás consultarían sino su voluntad" [44]; palabras que parecen escritas hoy y para hoy, aquí y para aquí, con el fin de estig­matizar la ingerencia del poder político en la designación de los magistrados judiciales y la creación de jurisdicciones especiales abiertamente a su servicio.

3. El principio de inocencia fue enunciado en términos magis­trales también por Marat: "En tanto que no resulte probada a los ojos de los jueces la responsabilidad del acusado, no hay derecho para tra­tarle como culpable" [45]; y bien se conoce el tenor del artículo, noveno de la Declaración revolucionaria: “Todo hombre se reputa inocente hasta que haya sido declarado culpable". Sin embargo, son incontables las legislaciones que al presente no contienen tal declaración, y peores son el criterio y los usos de la judicatura, que suelen ver en cualquier imputado, sin remisión, un delincuente.

XV.
4. El encarcelamiento de los procesados no es más que un medio de asegurar su presencia en el juicio, una custodia, “y esta custodia, siendo esencialmente penosa, debe durar el menor tiempo po­sible", y su rigor “no puede ser más que el necesario, bien para impe­dir la fuga, bien para que no se oculten las pruebas de los delitos. El proceso mismo debe terminar en el más breve tiempo posible”. De estas palabras de Beccaria [46] parecen calcadas las de la Reforma toscana, cuan­do ordena en su parágrafo XV que se tenga, en la cárcel al imputado "el menor tiempo posible", muy a la inversa de lo que hoy ocurre, cuando los sujetos en prisión preventiva doblan largamente el número de los que están en ella cumpliendo pena y muchas veces se difiere la libertad provisional sólo por el corto tiempo o relativamente corto tiem­po que sus peticionarios llevan en la cárcel, o, en otro aspecto, se pro­longan sin necesidad los procesos, acaso con el objeto de retrasar la tarea de su juzgamiento o con miras de que recaiga en un suplente o sucesor y librarse así de la obligación de fallarlos [47]. Y no hablemos de la falta de real fundamentación, en Chile, de las denegaciones de la libertad provisional, con la consiguiente imposibilidad de una defensa efectiva en este punto.

5. En lo tocante a las pruebas, Beccaria condena con severidad el juramento que de decir verdad se exigía al reo y hace ver su inuti­lidad [48] y la Reforma toscana lo prohíbe absolutamente, tanto respecto a hechos propios, cuanto a los ajenos [49], así como de seguido otras espe­cies de juramento en los testigos. Este cuerpo, legal, reconociendo "cuán fácilmente el temor a un proceso y a la cárcel puede conducir a la con­tumacia y a la fuga, aun de los inocentes", veda también considerar la contumacia del reo como confesión [50]; y proscribe asimismo el uso de las pruebas llamadas privilegiadas, o sea, aquellas que, siendo en ge­neral inhábiles, se admitían en ciertos delitos, por su naturaleza o gra­vedad [51]. Vistas desde nuestros días, tales medidas pueden parecer cosa del pasado, carentes de actualidad y de interés; pero, aparte de servir para que comprendamos la profunda diferencia que media entre el mundo anterior y el posterior al siglo XVIII y lo que debemos a éste y a sus transformaciones, constituyen elocuente incentivo para que nos percate­mos de la necesidad de atender a la objetividad de las pruebas, sin con­fundirse ni perderse en aspectos o detalles subjetivos, y para que nos pongamos en guardia contra el valor excesivo que todavía se concede en muchos países a la confesión.

6. Pero en materia probatoria la innovación más importante es la abolición —si, contempladas las cosas en la perspectiva de nuestro tiempo, así puede decirse— de la tortura. Antes, de pasada, le hemos dedicado unas palabras [52]. Ampliémoslas ahora, recordando que Federico II, a los pocos días de subir al trono, suprimió el tormento, salvo para el delito de traición, y que en 1754 y 1756 lo abolió de manera absoluta; que Voltaire lo admitía excepcionalmente "para los malvados em­pedernidos que hayan asesinado a un padre de familia o de la patria” [53] y para el solo caso en que la tortura parece necesaria: el asesinato de Enrique IV, el amigo de nuestra república, el amigo de Europa, el del género humano" [54]; que, en cambio, Sonnenfels se opone a ella sin excepciones [55]; que Verri escribió entre 1776 y 1777 su alegato contra la tortura [56] y que "su batalla contra el tormento resultó efectivamente conclusiva, definitiva" [57]; que Beccaria, sirviéndose de los materiales que su amigo Verri tenía preparados sobre el particular, le dedicó uno de los capítulos más extensos y vigorosos de su obrita inmortal [58]; que Lardizábal, tan reposado, pierde, no obstante, la calma, y se le fastidia el ánimo [59], discutiendo sobre este tema con el canónigo don Pedro de Castro, uno de los contados valedores de la tortura que quedaban a la sazón en España [60], y que la Leopoldina la abole “con especial determinación" [61]. Sin duda, se generalizó entonces una convicción decidida­mente adversa contra este modo bárbaro de averiguar la verdad en los procesos criminales y se lo expelió de las leyes. Con una ingenuidad y un optimismo muy decimonónicos, decía en 1844 Alessandro Manzoni, descendiente indudable de Beccaria y quizá también del hermano menor de los Verri, que “i tempi della tortura sono, grazie al cielo, abbas­tanza lontani" [62]; pero, ¿podría sostenerse hoy esto? ¿Hoy, cuando, si no figura y aun se la condena en la letra de las leyes, constituye una extendida e innegable práctica policial y cuenta con la tolerancia, siquie­ra sea tácita, mas no por ello menos efectiva, de muchos jueces?, ¿cuán­do se han aumentado y diversificado sus medios y modalidades y se le ha agregado lo que hemos denominado tortura indirecta u oblicua, des­conocida otrora y aún más vil que la tortura tradicional, atormentando a quien consta que es inocente, o que no sabe nada respecto a lo que se indaga, no, por tanto, para provocar su deposición, sino para que, por evitarlo o poner fin a sus sufrimientos, se decida a entregarse o a declarar la persona que interesa que lo haga? Y entre los mismos jue­ces, ¿qué son sino torturas las incomunicaciones no estrictamente nece­sarias, o su prolongación o el empalme de unas con otras, violando sin lugar a dudas el fin de la institución y en abierta infracción del propio tenor de la ley? E incluso en la opinión ordinaria, ¿no hay una acep­tación de la tortura, inconsciente o meramente inconfesa, cuando se pro­testa contra su aplicación a los perseguidos políticos y se guarda un silencio cómplice acerca de la aplicación, sabida de todos, a los delin­cuentes comunes?
   Es curioso, y terrible para nuestra noción de la humanidad y para nuestra propia humanidad, lo que ocurre con este rechazo de la tortura, y de la violencia y la muerte, para algunos y esta aceptación o tolerancia para otros. En el fondo, no representa más que una reduc­ción de lo humano a los primeros, a los que estimamos semejantes, y una descalificación, una cosificación, de los demás, de cuantos conside­ramos o sentimos como diferentes, y, por ende, la deficiencia de nues­tra capacidad de conocer a los próximos y de ligarnos afectivamente con ellos como prójimos, de comprenderlos y convivir sin restricciones, el empobrecimiento o la pobreza de nuestra misma humanidad, o, tal vez mejor, un signo o síntoma de la hominización insuficiente de los seres humanos.

XVI.
7. A los pocos años de haber condenado Beccaria con dureza la talla y cuantos medios, creyendo reportar utilidad y benefi­cios en la lucha contra la criminalidad, siembran la desconfianza en la sociedad y la rebajan, la Reforma toscana fue más allá y proscribe y abole "el bárbaro y detestable abuso" de la facultad que las legislaciones concedían de matar impunemente y con promesa de un premio a determinados delincuentes en rebeldía [63], prohibición que sólo puede parecer impropia para nuestra época a las almas cándidas —si hay alguna- cuya vida transcurra sin salir de las páginas de los diarios oficiales y los códigos e ignoren la espantosa realidad de las leyes de fugas, de las policías que con expresión muy gráfica ha denominado Zaffaroni de gatillo fácil y las ejecuciones sin proceso, agravadas mu­chas veces para los deudos por la desaparición del cadáver, no entre­gándoselo ni permitiéndoles, así, darle sepultura, aunque hubiera de ser sin pompa ni aparato alguno.

8. Alboreaban apenas las condenas a la privación de la libertad y ya Marat aconsejaba o exigía que "la policía de las prisiones no debe estar confiada a los carceleros. Es la ley la que debe regular el tratamiento de los diferentes criminales: que un magistrado respetable visite, pues, de tiempo en tiempo, estas tristes moradas, que reciba las quejas de los desdichados encerrados en ellas y que haga justicia de sus des­piadados guardianes” [64]. Es probable, o, con mayor exactitud, seguro, que el gran revolucionario tenía en la mente, al decir esto, no los esta­blecimientos de cumplimiento, sino los preventivos, pero los inconve­nientes de abandonar las casas de privación de libertad a funcionarios administrativos y la conveniencia de que dependan de la judicatura son los mismos, y, en todo caso, desde su lejanía en el tiempo nos llama la atención en el presente acerca de la imperiosa necesidad de rescatar de los carceleros la ejecución de las penas privativas de la libertad y entregarla a quienes únicamente corresponde, a los jueces, y atisba a la distancia lo que son en la actualidad los jueces de ejecución, ideas aún más sugestivas y fecundas para países donde con poca exageración cabe afirmar que todavía no se ha oído hablar de esta rama de la judicatura.

9. A mucho más que la clásica inquietud por resarcir a las víc­timas del delito aspira Marat, cuando preconiza que se indemnice a los inocentes que se han visto envueltos injustamente en un proceso criminal [65], afán que colma la Leopoldina, disponiendo que con el importe de las penas de multa se forme una caja para indemnizar a tales víc­timas, cuando no puedan obtener reparación del delincuente por care­cer éste de recursos o por haberse fugado, y asimismo a quienes hayan sido procesados, encarcelados y luego absueltos sin dolo ni culpa de nadie (pues, de haber mediado dolo o culpa, el que hubiera obrado con ellos seria el obligado a indemnizar)[66], previsión mucho más am­plia que las más generosas que vinieron después, como una del pro­yecto de Vidaurre [67] y el articulo 123 del Código español de 1848 [68], y hay que llegar al Código panameño de 1982 en su artículo 129 para encontrar una disposición que realice, no todavía sin alguna imperfec­ción, la vieja aspiración revolucionaria [69].

10. Y, por último, no olvidemos la máxima que desliza Marat en una nota casi al final de su Plan: “La elocuencia es una cosa bella, pero debe ser desterrada de los tribunales de justicia" [70], en cuanto tiene -claro es— de retórica vana que deslumbra o distrae a los jue­ces, desfigurando los hechos o las pruebas y corrompiendo o desviando un juicio recto, lo cual nadie puede sostener que fuese un hecho o un peligro sólo de sus días y no lo sea también en los nuestros.

XVII.
Si las reformas procesales no han de quedarse en la lon­gitud de los plazos y las formalidades de las declaraciones o las notifi­caciones, o en achacar los males de la administración de justicia en lo criminal a la insuficiencia del número de juzgados y tribunales y dolerse de la carencia de recursos económicos -y ningún país requiere tan apremiantemente como Chile una reforma de tal naturaleza—, estas ideas y realizaciones del siglo XVIII pueden resultar de más que alguna utilidad.
   Por lo demás, es de tener presente que acometer reformas en lo penal, sea en lo substantivo o en lo procesal, sin conocer a los hombres del siglo XVIII o sin acordarse de ellos y de lo que pensaron o lo que hicieron, suele llevar a descubrir Mediterráneos y provocar sonrisas más o menos amables o piadosas. También a aberraciones.

XVIII.
Al cabo de estas reflexiones, surge espontánea la pregun­ta: ¿hemos estado hablando del pasado o del presente?, ¿de los hom­bres del siglo XVIII, hijos, unos, de la razón, que conversaban en los salones, arrellanados con sus pelucas en sillones de estilo Luis XV, re­posadamente, mesuradamente, quizá algo adormilados, como Beccaria, quizá aspirando rapé, según el uso del tiempo, y otros, del sentimiento, bulliciosos y bullentes de afanes revolucionarios, en un tráfago que los consumía, prontos a las lágrimas y adeptos a los gemidos del corazón, o de nosotros mismos, atenazados por mil angustias a finales del siglo XX? Ciertamente, haec de te fabula narratur [71].

CITAS Y NOTAS

[1] O sea, recurriendo otra vez a las raíces, de phaíno, phénai, manifestación.

[2] Paul Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, traducción de Julián Marías, Madrid, Guadarrama, 1958, p. 15.

[3] Rivacoba, Prólogo a su traducción de las Observaciones sobre la tortura, de Pietro Verri, Buenos Aires, Depalma, 1977, p. L.

[4] Advertencia a la segunda edición de Dei delitti e delle pene, de Beccaria,  Firenze, Felice Le Monnier, 1950. Traducción de Santiago Sentís Melendo y Marino Ayerra Redín, Buenos Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, 1958, P. IX.

[5] Note al Codice criminale toscano del 1786, Padova, Cedam, 1985, p. 53.
   Nos hemos ocupado de esta obra en las revistas Gaceta Jurídica, de Santiago de Chile, año XII-1987, número 85, pp. 135-136, y Doctrina Penal, de Buenos Aires, año 10, número 39, julio-septiembre de 1987, pp. 566-568.

[6] Torino, Einaudi, 1965, pp. 258-300.
   Comentamos tal volumen en la revista Universidad, de Santa Fe (Rep. Ar­gentina), 66, octubre-diciembre de 1965, pp. 256-258.
   Hasta esta edición de Dei delitti e delle pene por Franco Venturi era cierto el aserto de Jiménez de Asúa, de que el mejor texto de Beccaria era el de Fran­cisco P. Laplaza (Buenos Aires, Arayú, 1959) y que ni en la propia Italia se había hecho nada semejante. (Cfr. Tratado de Derecho penal, aparecidos 7 vols., tomo 1, 3ª ed., actualizada, Buenos Aires, Losada, 1964, p. 256, nota 15 bis).

[7] Expresión que en el siglo siguiente, durante la ominosa reacción fernandina de 1814, había de convertirse, en el seno de una Universidad afor­tunadamente desaparecida, que nadie recuerda sino por este desdichado ejemplo de servilismo y abyección, la Universidad de Cervera, en la conocida frase "lejos de nosotros la funesta manía de pensar".

[8] Muestra acabada, como otras que sin dificultad se podría aducir, de que las ideas renovadoras habían penetrado incluso en los claustros.

[9] La de Mendelssohn, Lessing, Herder, Jacobi y, naturalmente, Rousseau.

[10] Traité sur la tolerance, Paris, 1763, chap. IV.

[11] Con raras excepciones, como el materialismo de Holbach (1725-1789), que se libró de persecuciones y desvíos gracias a su título de barón y la afa­bilidad y largueza con que invitaba y protegía. Pero, en contraposición, pién­sese en Helvetius (1715-1771), perseguido por la Iglesia y el Estado y mal visto por sus contemporáneos más insignes, y, sobre todo, en La Mettrie (1709-1751) y su triste destino. El materialismo estaba aún muy distante de la aceptación que iba a tener un siglo más tarde.

[12] 7 de mayo de 1794.

[13] Cfr. Juan Antonio del Val, Apéndice a su edición de De los delitos y de las penas, de Beccaria, traducción de Juan Antonio de las Casas, Madrid, Alianza Editorial, 1968, p. 191, nota 25.

[14] John H. Randall, jr., La formación del pensamiento moderno, traducción de Juan Adolfo Vázquez, Buenos Aires, Editorial Nova, 1952, p. 378.

[15] 1745-1826.
   Independientemente del tema de estas páginas, sería interesantísimo examinar el paralelismo que existe y las diferencias que se den en los sucesivos modos de entender y de tratar, o de no entender y de maltratar, a locos y delincuentes.

[16] Cfr. Montesquieu, L'esprit des lois, Paris, 1748, livre VI, chap. 3, y livre XI, chap. 6, y Lardizábal, Discurso sobre las penas, Madrid, 1782, pp. 75-­78. En relación con ello, Rivacoba, Lardizábal, un penalista ilustrado, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1964, pp. 70-73.

[17] Cfr. Beccaria, De los delitos y de las penas, § IV (según la ordenación de Morellet, por la que en adelante se citará siempre en este estudio).

[18] Op. cit., pp. 144-146. Sobre este punto, cfr. Rivacoba, Lardizábal, un pena­lista ilustrado, cit., pp. 79-81.

[19] Op. cit., § XXVII. Utilizamos y seguiremos utilizando en las presentes pá­ginas la traducción citada supra, en la nota 4.
   En las palabras finales del párrafo transcrito, acaso quepa ver un antece­dente, más o menos consciente o borroso, del moderno concepto de coculpabilidad.

[20] Citado y desaprobado por Lardizábal, op. cit., pp. 144-145.
   Más lacónica y rotundamente enuncia la misma idea Marat, en la obra que se citará infra, en la nota 40, p. 73.

[21] Ciencia de la legislación, traducción de don Jayme Rubio, 10 vols., Madrid, 1787 y ss., tomo I, Introducción.
   En sentido semejante, Voltaire concluye su Commentaire sur le traité Des délits et des peines, de 1766, con las siguientes palabras: "En este siglo que­remos perfeccionarlo todo; tratemos, pues, de perfeccionar las leyes de que dependen nuestras vidas y fortunas".

[22] Cfr. op, cit., p. 62.

[23] Cfr. Rodolfo Mondolfo, Cesare Beccaria y su obra, traducción de Oberdán Caletti, Buenos Aires, Depalma, 1946, p. 58.

[24] Conocido con el nombre de Constitución criminal josefina y promulgado el 2 de abril siguiente.

[25] Pretensión, sin éxito, de reformar la legislación criminal que originó, sin em­bargo, el Discurso sobre las penas de Lardizábal.

[26] Principios metafísicos del Derecho, traducción de Lizárraga, Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1873, § XLIX, E, Del derecho de castigar y de per­donar, p. 201.

[27] Cit. por Calamandrei, loc. cit. en la nota que sigue.

[28] Prefacio a su edición de De los delitos y de las penas, citada supra, en la nota 4, p. 66.

[29] Prescindiendo de las desafortunadas conclusiones o aplicaciones talionales de dicho principio, que, más que algo substancial, tienen mucho de anecdótico.

[30] Trad. cit. supra, en la nota 4, p. 196.

[31] Que de ambos modos lo llama Beccaria, §§ XXV y XXXIII.

[32] La pérdida de la tercera, la cuarta o la quinta parte de sus bienes. Cfr. op. cit., tomo VI, pp. 81-82.

[33] Cfr. Rivacoba, El primer proyecto americano de Código penal (en los Anales del Instituto de Chile, Santiago de Chile, 1985, pp. 85-93), p. 90.

[34] Artículo 55.

[35] Por ejemplo, el proyecto de Soler para la Argentina de 1960, Exposición de motivos, § 39, y artículo 76, texto y nota.

[36] Cfr. Rivacoba, Lardizábal, un penalista ilustrado, cit., pp. 74 y 76-77.

[37] Paterniti, op. cit., p. 53.

[38] De los delitos y de las penas, trad. cit., p. 93.

[39] Recensión cit. supra, en la nota 5, p. 136 de su publicación en Chile y pp. 567-568 de la argentina.

[40] Plan de législation criminelle, Texte conforme á l’édition de 1790, Intro­duction, notes et postface de Daniel Hamiche, Paris, Aubier Montaigne, 1974, p. 161.
   Sobre esta obra y edición, cfr. nuestra recensión en Doctrina Penal, rev. cit., año 1, 1978, pp. 244-246.

[41] §§ I y II.

[42] § XLIX.

[43] § XIV.

[44] Op. cit., p. 166.

[45] Ibídem, p. 164.

[46] Op. cit., p. 173. Allí mismo se refiere a "los inútiles y feroces tormentos de la incertidumbre, que aumentan con el vigor de la imaginación y con el sentimiento de la propia debilidad"; y antes califica a la incertidumbre, de "el más cruel verdugo de los desdichados" (p. 93).

[47] Conducta cuya entidad moral y jurídica se agrava en aquellos casos en que hay reos presos.

[48] Cfr. op cit., § XI.

[49] § VI.

[50] § XXXVIII,

[51] § XXVII.

[52] § X.

[53] Commentaire sur le traité Des délits et des peines, cit., § XII.

[54] Prix de la iustice et de l’humanité, 1777, art. XXIV.

[55] Uber die Abschaffung der Tortur, Zurich, 1775.

[56] Cit., supra, en la nota 3. La verdad es que venía preparándolo de mucho antes, pero sólo se publicó póstumo.

[57] Franco Venturi, Introduzione a su edición de Dei delitti e delle pene, cit. supra, en la nota 6, p. XI.

[58] El XII.

[59] Cfr. op. cit., P. 289.

[60] En su Defensa de la tortura y leyes patrias que la establecieron e impugna­ción del tratado que escribió contra ella el doctor don Alfonso María de Acevedo, Madrid, 1778.
   Al respecto, cfr. mi libro sobre Lardizábal, cit., p. 42, texto y nota 71.

[61] § XXXIII.

[62] Storia della colonna infame, Milano, Rizzoli, 1987, p. 145.
   Acerca de esta obra, cfr. la nota que adosamos a nuestra traducción de las Observaciones sobre la tortura, de Pietro Verri, cit. supra, en la nota 3, p. 2.

[63] § LII.

[64] Op. cit., p. 165.

[65] Ibídem, p. 172.

 [66] § XLVI.

[67] Cfr. Rivacoba, El primer proyecto americano de Código penal, cit., p. 91.

[68] Desaparecido a partir de la reforma de 1870.

[69] Cfr. Rivacoba, El nuevo Código penal de Panamá (1982) (en Doctrina Penal, rev. cit., año 6, 1983, pp. 525-605), pp. 550 y 574.

[70] Op. cit., p. 169.

[71] Horacio, Satyrae, I, 1, 69.