RIVACOBA: Prólogo a "Observaciones sobre la tortura", de Pietro Verri


Manuel DE RIVACOBA (Madrid 1925-Santiago 2000), republicano español, hombre de izquierda, prisionero de Franco, catedrático de Derecho penal en Chile, Argentina, España..., mente brillante y vida combativa. Aquí, uno de sus prólogos, a una edición del libro de Pietro Verri (1728-1797), "Observaciones sobre la tortura".

No es pieza de arqueología, inútil para quienes anhelan mejorar el siglo XXI. Tampoco vean en las referencias al liberalismo ninguna mano negra; el concepto rivacobiano es muy diferente del concepto económicosocial neoconservador con el cual hoy se le asocia.





...

El tormento es una verdadera y gravísima pena, y sólo creo que es una prueba,
no de la verdad, sino de la robus­tez o delicadeza de los miembros del atormentado.
(Manuel de Lardizábal y Uribe, Discurso sobre las penas, Madrid, 1782, cap. V, § VI, 1).


I
El tiempo
 


Presque toute l’Europe a changé de face depuis environ cinquante années.
(Voltaire, Traité sur la tolérance, 1763, chap. IV.)


Apenas iniciado el año 1776, el día 2 de enero, la emperatriz María Teresa, de acuerdo con el ejemplo de los diversos Estados extranjeros[1] , decretaba en Viena la abolición de la tortura, con carácter gene­ral y sin limitación alguna para todos los que com­ponían el Imperio. Todavía no se cumplían ocho años de la Constitución criminal promulgada en 1768 por la misma soberana —y que, en su honor, lleva su nom­bre—, la Constitutio criminalis Theresiana, en la que, no sólo se admite la tortura, sino que, muy en conso­nancia —eso, sí— con el espíritu racionalista y legalis­ta de la época, se prescribe con mininuciosidad y cuidado las formas de aplicarla mediante cuarenta y ocho tablas ilustradas, tratando de raer así todo vuelo ima­ginativo y creador de los jueces y someterlos a la voluntad omnipotente del legislador, plasmada sobe­ranamente en la ley; pero hacía ya casi tres que la propia María Teresa, por una ordenanza de 1773, había mandado suspender su aplicación. Y antes de doce años —en poco más de once— sus hijos habían de remover a fondo todo el cuerpo del Derecho crimi­nal, con la Riforma della legislazione criminale tosca­na dada por el archiduque Pedro Leopoldo el 30 de noviembre de 1786 y el Allgemeines Gesetz über Verbrechen und deren Bestrafen del emperador José II, conocido con la designación de Constitución criminal Josefina, del 13 de enero de 1787[2], consumando con ello las reformas penales del Iluminismo, en las víspe­ras ya, en cuanto al momento y, sobre todo, en cuanto al radicalismo de las ideas y la renovación o el cambio de las instituciones, de la Revolución.
Como en todos los órdenes de la vida, se aprecia, pues, en este de las reformas penales, incluso conside­rándolas en un aspecto muy circunscrito, el ritmo progresivamente acelerado de la época. Pero no puede pensarse que las mutaciones que se suceden tan rápidas, que los cambios que al final llegan a ser vertigi­nosos, sean fruto del capricho o del azar. Al punto se observa en ellos otro de los rasgos característicos del siglo, que se acentúa conforme éste va avanzando: estar orientados en un sentido de sucesiva excelencia, tendiendo a la realización de un ideal cada vez más acabado, según la idea del progreso, con fe en la per­fectibilidad infinita del hombre y las instituciones[3].
Tales cambios, cada día más veloces, en el sentido de la perfección y del progreso, no podían ser obra sino de la razón. El racionalismo de los grandes sistemas filosóficos del siglo XVII había exaltado la razón como fuente por excelencia del conocimiento humano. Con ello, cuando, en la centuria siguiente, la tensión meta­física decae, permanece intacta, sin embargo, la con­fianza en la razón, aplicándola ahora, en un giro an­tropológico del pensamiento, a los problemas candentes, que preocupan a la sazón a los espíritus cultivados, los problemas del obrar y del destino del hombre. Con notorias excepciones, los filósofos de aquel tiempo no están absorbidos ya por los temas del ser y del conocer; su atención se centra en la moral, la religión, la política, la historia, el Derecho, contemplados siem­pre, naturalmente, con la óptica de la razón. Como apunta Voltaire, la metafísica se orienta o se reduce a la moral, y la inteligencia importa, más que para penetrar en la esencia de las cosas, para conducir al bien[4]. En esta perspectiva, no es de extrañar que, aunque sus contenidos sean antiguos, aparezcan en la época ramas menores, pero nuevas, de la Filosofía, para estudiar aspectos diversos del obrar del hombre y de su destino, y, con ellas, denominaciones inéditas para designarlas[5]. La razón, común e idéntica en todos los hombres los hace iguales y les permite tomar conciencia de sí y obrar y organizar la sociedad con­forme a su naturaleza, logrando cada vez, en un pro­ceso indefinido, formas más depuradas, más afines a la naturaleza, más perfectas.
La razón se ha convertido así, de un principio, de una facultad cognoscitiva, en una luz y una fuerza para el obrar y para transformar el hombre y la sociedad. Pero motor más poderoso y decisivo para las transformaciones del siglo resultó —tenía que resul­tar—, hacia su último tercio, la Filosofía de la emoción y del sentimiento. Para Rousseau, los actos de la conciencia no son juicios, son sentimientos[6]. Las gran­des, las radicales transformaciones como las que se avecinaban y en seguida sucedieron, no pueden forjarse por el esfuerzo de individuos aislados, entrega­dos al cultivo de la inteligencia y al conocimiento; en su lugar, precisan de sentimientos profundos que acerquen y asimilen a los hombres, que multipliquen sus fuerzas y creen un pathos colectivo que sólo se satis­faga y se realice en la acción. Y sólo por el sentimiento puede convertirse el igual en un hermano; y, así, la igualdad, que no es más que una mera relación mental, cobra efectividad y se hace efusiva y operativa en la fraternidad. Pero no se trató de la pura elucubra­ción de algunos filósofos, sino de un clima social. Es un hecho comprobado que, así como en los diferentes tiempos cambia la estatura de los hombres, se muda también su sensibilidad, esto es, su resistencia y su repugnancia al dolor, al sufrimiento físico. La sensibilidad no es la misma en un individuo que en otro y difiere también, en términos generales, según las épocas. A modo de complemento y contrapartida del racionalismo que aún persistía, en la última mitad del siglo XVIII se exaltó la intimidad personal y el esmero en el cultivo y la expansión de los sentimientos nobles, al propio tiempo que se acentuaba en grado muy considerable la aversión y el horror por los procedi­mientos severos o inflexibles y por toda clase o mani­festación de crueldad. Al rigor, en la conducta o en el pensamiento, suceden prestamente la ternura y muy pronto las lágrimas. Este cambio se revela, no ya sólo en la Filosofía del sentimiento de un Rousseau, de un Mendelssohn, de un Lessing, de un Herder, de un Jacobi, sino también en los salones y en las letras, con el Sturm und Drang y el prerromanticismo, en la polí­tica, atenuando, si no en las formas, sí en su ejercicio, el absolutismo del poder, en la aplicación del Derecho, dejando de usar primero y aboliendo después prácti­cas, leyes e instituciones, y en la vida común, tem­plando modas y costumbres.
Cuanto poseía significación rigurosa desaparece o se atempera en pro de un desarrollo libre, espontá­neo y suave del ser humano. El reconocimiento y la reverencia por la razón en cuanto ésta ilumina el obrar y permite al hombre trazarse fines privativos de cada uno y tender a ellos, lleva derechamente a reconocer y respetar al individuo; y la inclinación compasiva y filantrópica hacia los demás hace florecer el senti­miento de humanidad, produce la eclosión del huma­nitarismo.
Los filósofos —término del que mucho se usa y bastante se abusa en aquel tiempo—, los Aufklärer, los ilustrados, no son ya las mentes privilegiadas que en la tranquilidad y el aislamiento más o menos recogido de otros días se consagraban a la elaboración racional de concepciones abstractas y omnicomprensivas del mundo y de la vida, sino seres inquietos y con frecuen­cia atenazados por los problemas y dificultades del medio humano y social al que pertenecen y en el que se mueven; no son contemplativos, sino activos, operativos y transformadores: al principio, tímida, mode­radamente reformadores, renovadores, y luego, hacia el final, fragorosamente revolucionarios.
En este cuadro, se comprende que la utilidad sue­ne y resuene como la consigna de la hora, y que la felicidad ilumine y atraiga los ojos, y se eleven hacia ella los esfuerzos de todos, como una aspiración ase­quible.
Así, no es mucho, pues, que fuera también la de la razón la que contempló los primeros co­mienzos de un trato inteligente y humano de crimi­nales y dementes[7].

II
El autor
 


Pietro Verrí era l’incontrastato leader degli illuministi lombardi.
(Franco Ven­turi, 1965).

En la tercera década del siglo XVII, el conde Ga­briel Verri y su esposa Bárbara Dati constituían en Milán un matrimonio representativo de la sociedad acomodada de la época, de una época que había sobrepasado ya las luchas entre sectores contrapuestos que durante mucho tiempo pugnaron entre sí para con­figurar la Edad moderna; en que las guerras religiosas quedaban lejos, la nobleza había olvidado su indepen­dencia feudal y se había tornado cortesana, y la monar­quía absoluta se había asentado y arraigado, se había consolidado, recibiendo su poder de lo alto y confir­mándolo por igual sobre todos; en que no podía dudarse de la justicia y perfección del orden existente; en que la burguesía labora, aumenta y se enriquece lenta­mente, pero aún no se imagina que puede tener otras fuerzas ni aspira al poder; en que el cultivo y el desarrollo de la razón se mueve en las zonas nobles de la Filosofía, elevadas, inaccesibles para los más, sin some­ter a crítica instituciones, leyes ni costumbres, ni poner en peligro las verdades de la fe ni en sobresalto la tranquilidad y el reposo de los creyentes. Era un momento de plenitud, de serenidad, de apogeo; sobre todo, de orden en todos los órdenes. A lo menos, así ha de reconocerse si nos atenemos sólo a las apariencias; así habían de considerarlo los contemporáneos, sin columbrar los fermentos que alentaban en sus honduras, que se agitaban por dentro, sin escuchar la carcoma que lo roía en su interior, muy cerca ya de la superficie. Sólo las mentes más agudas de la hora o contemplándola hoy en perspectiva se puede apre­ciar que aquel equilibrio era esencialmente inestable, aquella seguridad estaba preñada de sorpresas y peli­gros, aquella serenidad y aquella perfección prefigu­raban muy de cerca la rigidez de la muerte, que el mundo en que vivían iba a convertirse muy pronto en el ancien régime[8].

Naturalmente, no podía pedirse tanto ni al conde Verri ni a su mujer. Él[9] hizo la carrera que cuadraba entonces a un noble de mediana categoría, en un país, además, que no era independiente, sino que estaba sometido a otro, y que, por consiguiente, no era asien­to de ninguna vieja dinastía ni protagonista de ninguna empresa de ambición o de gloria. Estudió jurispru­dencia y muy joven se inscribió en el Colegio de los nobles jurisconsultos de su ciudad, pero en seguida empezó a tener cargos públicos, a ascender en la Ad­ministración, a llegar a puestos muy destacados. Fue un funcionario, un alto funcionario. Fiscal general, subdirector del Banco de San Ambrosio, senador de Milán, ministro plenipotenciario para establecer los límites entre el Milanesado y Suiza, regente del Con­sejo Supremo de Italia en Viena, todos estos cargos y otros más fueron configurando y decoraron su propio y personal cursus honorum. Mas era también hombre inteligente y cultivado. A los diecinueve años había ingresado en la Academia de los Arcades, y escribió varios estudios sobre la historia del Derecho milanés.
A ella, a su mujer, nos la pintan de carácter duro y autoritario, no muy afín al del marido, pero componiendo en su conjunto un matrimonio muy de la época: satisfechos de su mundo y de su puesto en él, sin ni siquiera avizorar otro, fieles creyentes, espe­rando que su bienestar en esta vida se prolongaría en la bienaventuranza eterna.
El 12 de diciembre de 1728 les nació, en la casa en que vivían, propiedad del conde Archinto, en la via Stampa, su primogénito, a quien pusieron por nom­bre Pietro. Como era de esperar, el joven Pedro reci­bió una educación completamente ortodoxa. Siguien­do el uso de las familias nobles de aquel tiempo, los rudimentos le fueron proporcionados en su propio hogar. En 1739 empezó a asistir a la escuela de los barnabitas. En 1744 pasa al Colegio Nazareno, de los escolapios, en Roma. En ninguno de estos centros se sintió a gusto ni de ninguno de ellos guardó recuerdo grato. Habiéndose enfermado su madre, vuelve a Milán en octubre de 1745, y allí estudia con los jesuitas, hasta que en 1747 va al Colegio de Nobles de Parma, regentado igualmente por la Compañía de Jesús y donde también estudió Beccaria. Dos años más tarde se reintegraba al seno de la familia, comenzando asi­mismo entonces los roces con sus padres. Se dice que Pietro Verri tenía un carácter parecido al de su ma­dre, lo que no podía facilitar el trato con sus progenitores. Uno de los problemas más agudos con ellos, que trascendió a la buena sociedad, se produjo por sus relaciones con una dama milanesa, a la que todavía en 1754 se ve que no había olvidado, por cuanto ese año le dedica su traducción del teatro de Destouches. Más tarde, estas diferencias con su familia, y, en con­creto, con su padre, repercutirán en el sentido e incluso en el destino de su obra[10]. Pero, por otra parte, se inició también el reconocimiento de su vocación lite­raria, siendo admitido a la Academia de los Trasfor­mados, donde ingresó, en 1750, con un discurso en defensa de la nueva cultura contra las viejas tinieblas —todo un destello y adelanto de la mentalidad que apuntaba—.
En 1752 acompaña a su padre en la conferencia de Varese para fijar los confines con Suiza y el año siguiente va con él a Viena, lo que limó un tanto las asperezas en las relaciones entre ambos. Viene luego un lustro, de nuevo en Milán, en que traduce del fran­cés a Felipe Nericault, llamado Destouches (1754), y a Anne Marie Fiquet du Boccage (1758), escribe una serie de pequeñas piezas literarias (La vera commedia, 1755; Ritratto di bella donna, 1756; Discorso sulle mas­chere, 1757, etc.[11], y publica una curiosa obra de crítica de las supersticiones astrológicas que estaban de moda en su tiempo y de crítica social en general: Il Gran Zoroastro, ossia Astro!ogiche predizioni per l’ anno 1758 tratte da un manoscritto di pietra e dall’egiziano in volgar favella a pubblica utilitá tradotte, 1757.
Pero se aprecia que su vocación aún no estaba definida. Soñaba con la gloria bélica y tanteó enton­ces la vida militar. En 1758 obtiene el nombramiento de capitán en un regimiento milanés y en tal calidad parte otra vez para Viena el 5 de mayo de 1759. Mas este destino parece poco a su natural orgulloso y no para hasta que consigue ser trasladado al Cuartel general. Se había formado una imagen grandiosa y brillante de la guerra, y pensaba que en contacto di­recto con los jefes supremos de la milicia aprendería mejor el arte bélico o le sería más fácil destacarse; sin embargo, pronto se desilusionó. Aunque asistió a algunas batallas en la guerra de Austria contra Prusia, la vida militar no se tejía de combates magníficos ni de episodios espléndidos, sino, principalmente, con monótonas marchas y contramarchas y, sobre todo, con la sórdida vida del cuartel y de los campamentos, incompatible con sus dotes y sus ambiciones. Deja, pues, el ejército, parte de Dresde y retorna a la corte imperial para cumplir tres semanas de chambelán, honor que le había sido conferido en 1755.
Aunque parece que la intentó en la corte, no se abrió para él la carrera de los altos cargos públicos, y, otra vez en su ciudad natal, principia ahora la etapa más lograda de su vida, donde se define, explaya y consagra su personalidad y realiza lo más característico de su obra. Entra en relación, o la estrecha, con un grupo selecto de jóvenes milaneses, igualmente culti­vados e inquietos: Cesare Beccaria, Giovan Battista Biffi, Sebastiano Franci, Paolo Frisi, Luigi Lamberten­ghi, Alfonso Longo, Giuseppe Menafoglio, Pietro Sec­chi y Giuseppe Visconti di Saliceto, así como su propio hermano Alessandro. Fundan una nueva Academia, de nombre y espíritu inconformista, renovador, comba­tivo y juvenil, la Accademia dei Pugni, esto es, de los puños, de máximo esplendor entre 1761 y 1764; y de junio de 1764 a junio de 1766 publican periódicamente una revista inspirada en The Spectator del in­glés Addison[12] y con un título —Il Caffé— que, por un lado, evoca una costumbre que estaba arraigando en la época[13], la de reunirse en establecimientos públi­cos a tomar café y hacer de ellos lugar de libres y candentes discusiones[14] y, por otro, significa la aper­tura inquieta del espíritu de sus redactores y colaboradores a los problemas vitales de su tiempo: economía, política, jurisprudencia, literatura, etc. El alma de la una y de la otra —de la academia y de la publicación— fue Pietro Verri; tanto, que, cuando, requerido por los cargos administrativos que al final le llegaron en su ciudad, se retrajo a ellos, la Academia de los puños decae y se olvida, El Café desaparece, y el grupo de jóvenes amigos que habían animado una y otro, se dispersa.
En efecto, de años atrás venía estudiando un proyecto de reforma de la administración milanesa, conforme con las ideas de la época, de tal modo que la emperatriz le designa en 1764 consejero del gobierno de Milán y, al crearse en 1765 el Consejo Supremo de Economía, individuo de él, nombrando para presidirlo a su antiguo amigo Gian Rinaldo Carli, lo que no complugo al orgulloso Verri y enfrió una vieja relación. Todavía sería más tarde, en 1780, presidente del tribunal de Cuentas del Estado de Milán, como en 1778 había sido nombrado presidente de la Sociedad patriótica, fundada por el gobierno central para fomen­tar el progreso de la agricultura, las artes y la industria.
Antes y después escribía con intensidad, sobre temas económicos, filosóficos, jurídicos, históricos, políticos ­y literarios, lo que acaba de perfilar su imagen de ilustrado que llega hasta los días mismos de la Revolución y simpatiza con ella. Como que ésta no era más que la realización de sus viejas ideas y aspiraciones. Pero, a la vez, constituye su propio hogar, le nace descendencia y vive las alegrías y los dolores que traen los afectos más tiernos y más íntimos. En 1776, el año en que empieza a escribir sus Osservazioni sulla tortura, desposa, el día 21 de febrero, a Marietta Castiglioni, y en 1777, el año en que las concluyó, le nacía su hija mayor, Teresa. Luego, tuvo otro, Alejandro, que murió en 1779. A comienzos de 1782 fallece, tísica, su esposa y a poco, muy anciano, su padre[15]. Como suele ocu­rrir, el reparto de la herencia produjo la discordia entre los hermanos, incluso con aquel a quien había estado más estrechamente unido, Alejandro, que había sido su colaborador ardido y fiel en animadas empresas intelectuales y que, al disolverse el fervoroso grupo juvenil, fue a París y Londres y acabó radicándose en Roma. Faltando poco para cumplirse un año de viu­dez, contrajo nuevas nupcias, con Vincenza Melzi.
Sobre esta trama de actividades, de satisfacciones y alegrías, de penas y adversidades, y no siempre con holgura económica, se desenvolvieron sus tareas de investigador, pensador y escritor. Hemos de ver, en el parágrafo siguiente, que indagó cuidadosamente y conocía muy bien la historia, y, aparte de sus trabajos propiamente históricos, la tomó de base para alguno de sus estudios, distinguiéndose con ello, no sólo de la mentalidad antihistórica peculiar del racionalismo y del pensamiento revolucionario, sino también de la actitud y de la obra de alguno de sus amigos[16]. Pero antes de mencionar las principales producciones de su pluma en esta etapa, cumple, por una parte, evocar el puesto de gloria que le dejó asegurado el papel que, acompañado de su hermano Alejandro, desempeñó sobre el indolente Beccaria, proporcionándole, además tema e información, acicate y hasta su casa para que escribiera Dei delitti e delle pene, corrigiéndole los originales y quizá copiándoselos en limpio, saliendo en su defensa y contribuyendo a su consagración[17]; y, por otro lado, insistir en que la relación con su mentado hermano fue suma, excepcionalmente estrecha, como es bien sabido y atestigua hoy su correspondencia, tan nutrida como interesante[18]. También es cono­cido como se alejaron ambos de Beccaria, lo cual no dejaría de resultar amargo sobre todo para Pietro, que continuó viviendo en Milán donde residía asimismo Beccaria, y más, perteneciendo los dos a un grupo intelectual necesariamente reducido y habiendo de encontrarse en más de alguna ocasión[19]. Y no parece aven­turado suponer que en un espíritu como el de Pietro Verri, a quien el orgullo con facilidad distanciaba de arraigadas amistades, pero delicado y propicio a los sentimientos elevados, la ruptura con Alejandro, que le sobrecogía a más de medio siglo de vida, le produ­ciría un efecto desolador.
Algunas de sus obras surgieron de la pugna de caracteres y, más aún, de mentalidades entre su padre y él, y acaso por ello estaban destinadas a permanecer inéditas hasta mucho después de su muerte. Por no referirnos todavía a las Osservazioni sulla tortura, ci­temos aquí la Orazione panegirica sulla giurispruden­za milanese, irónica, ferozmente irónica [ ...], en la que, fingiendo defender la jurisprudencia tradicional, la desvaloraba de raíz[20], escrita en 1763 y publicada por Carlo Antonio Vianello en 1938 y nuevamente por Franco Venturi en 1965. Es una obrita deliciosa.
De 1763 son también las Meditazioni sulla felicità que publica en Liorna con la falsa indicación, como era frecuente en aquel tiempo tratándose de obras de dudosa ortodoxia, de Londres, y que da bien la orien­tación y medida de su concepción filosófica. Auspicia en ella el triunfo de la razón, la cual debe proporcio­nar, en una amplia reforma social, la mayor felicidad posible repartida con la mayor igualdad posible.
También de materia filosófica es la Indole del piacere, aparecida en 1773 y reeditada con el título, más exacto, de Discorso sull’ indole del piacere e del dolore en 1781. Para él, el placer no es sino la cesación del dolor, que puede ser de muchas especies, y el dolor es la substancia del progreso, el principio motor de todo el género humano.
Es igualmente de tema filosófico su obra Di logica (1760). Pero son más numerosas las que dedica a la economía y el comercio. Destacan entre ellas las Meditazioni sulla economia politica, que ven la luz en 1771, y todavía en 1796, o sea, el año anterior al de su muerte, publica Riflessioni sulle leggi vincolanti prin­cipalmente il commercio dei grani. En lo fundamen­tal, es un fisiócrata, con algunos vislumbres innova­dores.
Entre sus escritos políticos recordemos las Medi­tazioni sull’educazione politica, de 1796, y de los de carácter histórico, la Storia di Milano, de 1783. Exalta el valor de la libertad, la cual debe lograrse mediante el sometimiento por igual de todos los ciudadanos a la ley general, suprimiendo todos los cuerpos interme­dios, a cuya abolición en Milán dedicó gran parte de su esfuerzo, por no representar sino la obstinada defen­sa de posiciones económicas y sociales sobrepasadas y resultar ya anacrónicos. Y en su visión histórica estima, más que a las figuras de renombre por su inter­vención en los sucesos de estruendo, el esfuerzo enderezado a la paz y la tranquilidad de los hombres.
Mas no se crea que, absorbido por sus pensamientos acerca de materias tan diversas, estuvieran cegadas sus venas a la ternura y la emoción. Cuando le nace su Teresa, escribe Ricordi a mia figlia, en los que da rienda suelta a los sentimientos de su corazón.
En 1796 llegan las tropas francesas a Milán, y Verri entra a formar parte del nuevo municipio, en el que, a pesar de su entusiasmo por las ideas y los movimientos revolucionarios, es natural que, ya sexagenario, no le faltara algún encuentro con los más exaltados.
Pero allí, sirviendo al nuevo orden de cosas y a su patria, escribiendo, en su escaño, durante una sesión nocturna del Ayuntamiento milanés, le llegó la muerte el día 28 de junio de 1797.

III
La obra
 


Las Osservazioni sulla tortura, de Pie­tro Verri, aunque redactadas en forma defi­nitiva en 1777 (y publicadas en 1804, des­pués de su muerte), se basaron en mate­riales recogidos por el mismo Pietro en 1764, y consultados ciertamente por Becca­ria mientras escribía. (Piero Calamandrei, 1945; trad. en 1958).

La abolición de la tortura con que se abría el año 1776 para todos los Estados del Imperio no era un hecho aislado. Lejos de ello, respondía a una convicción y a una tendencia generalizadas en Europa. Son muy numerosas las obras de la época, en los más diver­sos países, en que tal pensamiento se advierte. Valga por todas la mención de una figura representativa, Voltaire, que vuelve insistentemente, en sentido con­denatorio, sobre el tema[21]. Y, haciendo pendant con Voltaire, el más representativo acaso de los iluminis­tas, en el mundo de las ideas, recordemos sólo, en el plano del poder y de los hechos, a un su muy gran amigo, él monarca más representativo del despotismo ilustrado, el rey filósofo, a Federico II que, a los tres días de subir al trono, en 1740, suprimió la tortura, sal­vo para los delitos muy graves, y con carácter general en 1754 y 1756[22] . Por lo demás, el propio Verri nos va a informar en sus Osservazioni sulla tortura acerca del clima dominante que reinaba en sus días contra ella. Aquí, no apuntaremos, pues, sino que, en lo relativo al Imperio, en la misma corte y en los ambientes más próximos a la soberana venía manifestándose de mane­ra muy viva la aversión a la tortura, a través, sobre todo, de las enseñanzas y consejos del más excelso representante del iluminismo austríaco, el barón Jo­seph von Sonnenfels[23], que al final dirigió a la propia María Teresa una obrita sobre la materia, Über die Abschaffung der Tortur, que se imprimió en Zurich el año 1775.
Con todo, la medida de 1776 no era obligatoria para los Estados italianos del Imperio donde, según escribía Kaunitz, la tortura se frecuenta mucho más que en los Estados alemanes[24], sino con el voto favorable de sus respectivos órganos gubernativos supre­mos, es a saber, el Senado de Milán y el Consejo de Mantua; y, mientras éste se mostró propicio a la supresión ­del tormento, el primero se pronunció en contra, haciendo que se mantuviera en vigencia y aplicación que, por último, lo abolió sin contemplaciones José II el 11 de septiembre de 1784. Éste fue el día en que desapareció por completo la tortura de todo el territorio lombardo. Pues bien, en el voto adverso del Senado milanés jugó un papel preeminente Gabriel Verri, quien se opuso sosteniendo que la tortura, no era ni frecuente ni atroz, que sin ella, o por lo menos sin la amenaza de ella, sería imposible lograr la con­fesión y la prueba de los delitos, especialmente entre la gente plebeya, y que la experiencia demostraba su utilidad, porque hacía que se descubriera fácilmente la verdad; argumentos, por cierto, poco originales, pero que resultaron decisivos.
La disposición de María Teresa promovió el ánimo, siempre inquieto, de Pietro Verri y le determinó a escribir sus Osservazioni sulla tortura. Y cabe pensar que la actitud del padre, incidiendo en la antigua contrariedad entre ambos, fue el detonante.
Pero no se puso a escribir sobre nada que no conociera muy bien. Su preocupación por el tema, sus estu­dios e indagaciones sobre él, el material que tenía acumulado para tratarlo, databan de muchos años atrás. Ni en esto ni en nada, nada era menos Pietro Verri que un improvisado. No podía serlo un hombre dado por naturaleza a la meditación. Aparte de otros incentivos y de otras fuentes de información que para el caso tuviera, hubo de ser muy importante cuanto le contó, en los años de los puños y El Café, su hermano Alessandro, protector, entonces, de los encarcelados, esto es, el encargado de visitarlos, recoger y transmitir sus quejas y necesidades y ejercer su defensa si eran pobres y no tenían quien lo hiciera. Siendo protector de los encarcelados comenzaban muchos jóvenes no­bIes en Italia su carrera de cargos y honores; y es de imaginar las crueldades y miserias que Alessandro referiría a Pietro y a todos los amigos de su grupo. El propio Pietro manifiesta, en la Introducción de su libro, los muchos años que hacía, cuando empezó a escribirlo, que había examinado la materia en los autores, tomando múltiples notas que permanecieron ociosas por el momento, y que se había documentado con detalle respecto a un sucedido famoso, que había gravitado tristemente en la historia de su ciudad y en el que la tortura se había empleado con particular profusión e inhumanidad.
Porque ya se ha dicho[25] que tuvo una poderosa inclinación hacia los estudios históricos. Al revés, en esto, del proceder común de su época, consideró más apropiado y eficaz partir de un caso real, concreto, herir con él la imaginación y concitar el interés, y ele­varse en definitiva a una doctrina general, que discu­rrir abstractamente y sentar así sus conclusiones. Para ello, escogió el proceso que se siguió en 1630 contra los infelices a quienes se juzgó culpables de la peste que aquel año asoló a Milán.
Esto nos adelanta ya el contenido y sentido que han de ir teniendo los sucesivos capítulos de su libro, y nos permite comprender también el largo título com­pleto que le dio: Osservazioni sulla tortura e singolarmente sugli effetti che produsse all’occasione delle unzioni malefiche alle quali si atribuí la peste che devastó Milano l’anno MDCXXX, o sea, Observacio­nes sobre la tortura y singularmente sobre los efectos que produjo en la ocasión de las unciones maléficas a las cuales se atribuyó la peste que devastó a Milán el año 1630.
Con facilidad puede calcularse así la carga trágica que pesa sobre la primera parte de la obra y no menos las dificultades que esa parte ofrece al traductor, por­que se comprenderá que las declaraciones prestadas en medio de las angustias del tormento, con judicial fidelidad consignadas en las actas del proceso y trans­critas puntualmente por Pietro Verri, no han de ser un modelo de propiedad en el lenguaje, y por la presencia en ellas de palabras anticuadas, formas dialectales y giros incorrectos y vulgares; todo lo cual envuelve graves obstáculos, tanto en la intelección del texto, cuanto para dar su equivalente exacto en otro idioma.
Sin duda, éste de la tortura fue uno de los temas que apasionaron a los jóvenes de la Academia de los puños y que discutieron ardorosamente allí. No es que esto se colija de la constelación de ideas e inquietudes a la sazón imperantes, ni que sea una suposición basa­da en la autoridad e influencia de Pietro Verri sobre sus amigos; se ve en el capítulo que a la materia dedi­ca Beccaria, y más, si se le compara con la obrita cuya versión castellana estamos prologando[26].
Es asimismo indudable que Beccaria se sirvió de los materiales que ya entonces tenía preparados, y del pensamiento que ya tenía claro, Pietro Verri, sobre el tormento[27]. Su información y sus razonamientos coin­ciden cabalmente con la obra de este último; su con­sistencia es mucho mayor en esta materia que en nin­guna otra, y proviene también de aquélla; e incluso es de reparar en que el capítulo referente a la tortura es de los más extensos —el segundo en amplitud[28]— de todos los de Dei delitti e delle pene. No es sorpren­dente, pues, que Calamandrei lo califique como uno de los más vigorosos del libro[29], ni que para Bernaldo de Quirós sea el mejor[30].
Ahora bien, si las Osservazioni de Verri venían preparadas de lejos, tampoco fue rápido en escribirlas. Comenzadas en 1776, no las termina hasta abril de 1777. Pero, en medio de la abundosa literatura de la época sobre la tortura, antecedidas en muchos años por el vivaz e impresionante alegato de Beccaria, su razonamiento fue de una madura y plena humanidad y su batalla contra el tormento resultó efectivamente conclusiva, definitiva[31]. Por ello, constituyen el documento más característico de la campaña diecioches­ca contra la tortura.
Con sus parvas dimensiones, son uno de esos pe­queños grandes libros, muy propios del siglo XVIII, que conmovieron al mundo y a la postre resultaron decisivos para las transformaciones que rápidamente se produjeron, a lo ancho de Europa, y aun en Amé­rica, en pocos decenios.
Sin embargo, fuera por encontrarse embebido en otras labores y esfuerzos, fuera por prudencia, fuera, en fin, por no indisponerse abiertamente con su padre. lo cierto es que faltó a su autor el ardor juvenil pre­ciso para publicarlas[32], quedando inéditas hasta siete años después de su muerte, es decir, hasta 1804. De todas suertes, logró acabadamente lo que se propuso: combatir y derrotar, no sirviéndose de la virtud seduc­tora del sentimiento, sino mediante la fuerza de la razón y de sus argumentos, la barbarie la crueldad y la inhumanidad, y defender así a la parte más débil e infeliz de los hombres, sus hermanos[33] [34].

IV
La tortura


La tortura es una invención de la tira­nía
(Brissot de Warville, Les moyens d’adoucir la rigueur des loix pénales en France sans nuire á la sûreté publique, 1780, pág. 164).


La tortura consiste en el dolor o sufrimiento físico infligido para obtener así, contra o sin la voluntad del atormentado, la confesión del delito que se persigue o de otros que haya perpetrado, o la delación de quienes delinquieron con él, o bien para purgar la infamia inherente al delito. Esta última finalidad es bien cu­riosa, y a su respecto es definitivo lo que escribió Lar­dizábal también en el siglo XVIII: Un hombre infama­do se cree que no puede decir la verdad por la nota o mancha que tiene por la infamia, y para quitarle esta mancha o embarazo se le pone al tormento, a la manera que en los metales se ponen al fuego en el crisol para separar de ellos los cuerpos extraños y dejarlos puros. Pero, a la verdad, no es fácil comprender cómo una sensación material, cual es el dolor, pue­da borrar una relación moral que consiste en mera opinión, cual es la infamia. Además de que la tortura misma acarrea una infamia verdadera al que la padece, y así viene a ser el tormento un crisol, en que se purga la infamia con la misma infamia[35] [36]. Pero las otras tienen un incomparablemente mayor sentido prác­tico, por lo que son las que han prevalecido en la apli­cación de esta institución y las que la hacen subsistir aún.
Ha de apreciarse que la tortura procura provocar una declaración inculpatoria, y, con ello, como es lógico, el descubrimiento de la verdad y la prueba de los hechos criminales. Está, pues, vinculada, en principio y al principio, al prestigio de la confesión como regina probationum, como probatio probantissima. Y tanto es así, que lo declarado en el tormento debía ser rati­ficado fuera de él, si bien, de no ratificarlo, se volvía a las andadas, prosiguiendo de este modo en un vaivén sin fin, hasta que, por último, se lo ponían o la vida del reo, que finaba, o su resistencia y voluntad, que cedían y consentían en todo con tal de que cesaran definitivamente sus sufrimientos. Ahora bien, en muchos casos, cuando el reo era inocente o sencillamente igno­raba lo que se le inquiría, no tenía más remedio, para verse libre del tormento, que asentir a preguntas o sospechas infundadas o, en otras ocasiones, tejer una fábula que satisficiera a sus interrogadores, llegándose así, no a la verdad, sino a una falsedad, y dándose por probado, no lo que en la realidad hubiera acontecido, sino una fábula de la imaginación. Eso, sí: en todo caso, con las más reales y terribles consecuencias penales.
Al embate del irresistible movimiento[37] que se levantó contra ella en el setecientos[38], la tortura cayó y desapareció de las leyes en el siglo decimoctavo[39]. Una de las más bellas conquistas de que la civilización actual pueda enorgullecerse —dice Carrara[40]—, es precisamente la de haber condenado al fuego todos los instrumentos de una justicia insana y feroz, como, en efecto, hicieron los pueblos que por entonces, a impul­so de la Revolución, se abrieron a la independencia y a la historia[41]. Esa condenación ha alcanzado en nues­tro tiempo la formulación más alta y solemne, en la Declaración universal de derechos del hombre, procla­mada en París el 10 de diciembre de 1948[42]. Lo cual, lamentablemente, no quiere decir que haya desapare­cido de la práctica, si no la judicial, sí la policíaca. Se ha indicado que al principio la tortura estuvo vincula­da al prestigio de la confesión como prueba por exce­lencia; pero hoy, que tal prestigio ha decaído[43] y que existen adelantos científicos y técnicos que permiten averiguar con gran exactitud y seguridad los delitos sin necesidad de las inculpaciones de los propios reos, su perduración tiene otro sentido aún más grave que el que la animó en tiempos idos. Estigmatizada, supri­mida en las leyes, punido su uso, negada su aplicación, pervive en los hechos por la inercia y comodidad que domina a los encargados de investigar y descubrir los delitos y para satisfacción de su agresividad y su sadismo.
A nuestro juicio, conservan todo su valor las palabras que trazó Brissot de Warville en el discurso que le premió la Academia de Châlons-sur-Marne en 1780 y que se publicó en la misma ciudad el año si­guiente: La tortura es una invención de la tiranía. Que se recorra la Historia, y se la verá más o menos en uso en los pueblos, según éstos sean mas o menos libres, más o menos ilustrados[44]. Es más, ese valor ha aumentado, porque, manteniendo enteramente su verdad el pensamiento de que la tortura proviene de la tiranía y que fluctúa en la historia según fluctúan en ella la razón y la libertad, pero en dirección con­traria, hoy, a la luz de la psicología profunda, pode­mos interpretarlas también en el sentido de que, en lo psicológico, el tormento proviene asimismo del hondón inconsciente de la personalidad humana, formado por la herencia arcaica de las experiencias de la especie, en el que laten las tendencias más primitivas, los instintos, la agresividad y las impulsiones, es decir, de donde proceden el afán de poder y la imposición sin límites, y que su curso depende, por oposición, del desarrollo del superyó y la sociabilidad y de la impor­tancia y el influjo de la conciencia.
Por eso, sin negar que el florecimiento de la tortura, o su aminoración, dependa principalmente de las condiciones políticas de un país, cabe comprender más allá de ello, que la proclividad hacia su práctica se ve favorecida por el predominio, en el individuo o en la colectividad, de lo inconsciente, del id, de lo natural en el hombre, con detrimento de lo cultivado y de los frenos inhibitorios, y que, de esta suerte, no sea patri­monio únicamente de cierto tipo de regímenes políticos, aunque sí los haya —los más autoritarios, los de mayor poder sin contrapeso— en que es más natural y se encuentra más admitida e incluso reclamada que en otros, sino que, en mayor o menor medida, existe en muchos.
De manera tan aguda como exacta, en algún antiguo cuerpo de leyes se llamaba a la tortura una violencia legal[45]. Lo recuerda Sonnenfels cuando, en térmi­nos más explícitos, dice que la idea de la tortura está unida esencialmente a la idea de la fuerza y de la violencia[46]. Y, siendo la violencia un modo de ma­nifestarse, realizarse e imponerse el ello, lo inconscien­te, lo menos humano del hombre, se corrobora así lo primitivo, lo inhumano, quizá, sin embargo y a la vez por lo mismo, ineliminable, del tormento. Pero que acaso resulte imposible de eliminar por completo no significa que no deba ser un empeño humano esfor­zarse sin tregua por abolirlo, no sólo de los textos lega­les, sino, sobre todo, de la disposición subjetiva de los hombres, pues el proceso de humanización de los indi­viduos y de la especie no consiste más que en incre­mentar y enriquecer los estratos nobles y elevados, los estratos conscientes y sociables, de la personalidad, y dominar y poner a su servicio las tendencias incons­cientes, sublimándolas.
Con el marco político que la encuadra, y, en par­ticular, con la raíz de que trae origen y las fuerzas que la empujan psicológicamente, se entiende que la tor­tura se haya aplicado siempre con cierta mala concien­cia. Se advierte bien en algunas justificaciones de la institución, como aquella que recoge el Maestro de Pisa[47], según la cual, la tortura se da en favor del acusado, porque le hace juez en causa propia. Que persista en negar y será salvo. Pero su hipocresía y sarcasmo es nada en comparación con el ahínco y el cinismo con que se niega su realidad en nuestros días. Esto la diferencia, en la actualidad, del pasado. Aun ­tal vez con alguna vacilación íntima en los espíri­tu más perspicaces, lo característico de otros tiempos era su admisión sin disimulos, consagrándola en las le­y y aplicándola con tranquilidad y precisión, mientras que al presente constituye un uso muy extendido y arraigado, pero que no se confiesa y que se niega con vehemencia, desconocido, vedado y sancionado por el Derecho, y que, cuando se descubre, por más que suela castigarse con lenidad, arroja baldón de vergüenza e ignominia sobre los hombres o los pueblos que se entreg­an a él o lo consienten. A primera vista, este cambio puede parecer desconsolador, por representar un aumento de la falsedad y la hipocresía, pero, bien mirado, no deja de trasparentar un notable incremento y progreso de la conciencia moral en la humanidad.
Hay que reconocer que, con los descubrimientos e invenciones de que hoy disponemos, el propósito de provocar una declaración de la verdad independientemente de la voluntad que el sujeto tenga de revelarla, puede lograrse, no sólo por procedimientos violentos, sino también por la utilización de aparatos mecánicos—los detectores de mentiras— y, sobre todo, la de sustancias químicas —los sueros de la verdad—. Sin engolfarnos ahora en el tema y no obstante que estos nuevos medios se diferencian mucho de la tortura[48], han recibido la misma repulsa que ésta; señal elo­cuente, a nuestro ver, de que lo que se repudia en los unos y en la otra es el tratamiento del hombre como cosa, el desconocimiento de su dignidad, el someterlo a la acción implacable de las fuerzas naturales y violar lo más íntimo y constitutivo de su ser, es decir, su voluntad y su conciencia.
No cabe duda de que el intento más persistente, eficaz y consecuente, de tratarlo así, y por lo mismo el más desgarrador, dentro del proceso penal, ha sido, y en cierto modo continúa siendo, el empleo de la tor­tura; y, por encima de su crueldad, ahí, en eso, reside su inhumanidad profunda y el secreto de la oposición y la lucha contra ella, hoy como ayer y probablemente como mañana, de todas las almas grandes, de todos los espíritus libres.
Al siglo de las luces, el que concibió al hombre como fin en sí y no como medio para nadie ni para nada, el que exaltó al individuo humano, había de corresponder arrojar la tortura de las leyes. A todos nos incumbe después completar su empresa, desalo­jándola de los hábitos policiales, de la tolerancia de muchos jueces[49], del deseo apenas contenido por la nostalgia de quienes hoy la añoran sin poder emplear­la, de la mente de quienes le buscan una justificación al explicarla, de las formas larvadas con que a veces se la sustituye, aplicando la presión moral en lugar de la violencia física.
Con lo que antecede basta para desestimar la tortura en lo probatorio y procesal. Pero ocurre, además, que este medio de prueba, muy al revés de lo que se pretende y de lo que se supone, es extraordinaria­mente falaz, y no son escasas las ocasiones en que, en vez de suministrar la verdad, proporciona la mentira, acarreando tras sí el consiguiente yerro judicial. Punto es éste que no omiten y en el cual concuerdan los autores que la estudian. Su valor demostrativo guarda relación muy estrecha con las condiciones físicas, psíquicas y hasta morales de los diversos seres humanos, que componen la capacidad de cada uno para soportar el dolor. Por ende, su eficacia, no sólo no es igual en todos los hombres, ni en todas las situaciones o circuns­tancias en que se encuentren los mismos hombres, sino que parece diferir también según los sexos, resistiendo más y confesando menos las mujeres que los varones, conforme se notó ya en los siglos de oro españoles[50].
Resulta exacto, pues, el pensamiento de Lardizá­bal que sirve de lema a estas páginas prologales. Por su verdadera índole y sus efectos reales, la tortura no es una prueba; es una pena. Pero una pena que se impone y se ejecuta antes de la sentencia, sin constar el delito, quizá sin que lo haya o sin que, aunque exista, el atormentado sea autor ni partícipe de él. La lógica nos ha llevado así, por sus pasos contados, de una aberración enorme a otra mayor.
Ciertamente, la pugna contra la tortura no es con­tra ella; no se circunscribe a una mera cuestión proce­sal, ni siquiera pertenece al campo de lo penal. Es por el hombre, tanto en la persona del torturado como —y acaso más— en la del torturador.

V
La confesión

La naturaleza, digo, es la que cierra la boca del reo quando el juez le pregunta sobre la verdad de la acusación que contra él se ha intentado
(Filangieri, Ciencia de la legislación, 1783, trad. en 1813, lib. III, cap. X).


Mientras en un tiempo la confesión tenía un valor probatorio preeminente, tanto que se usaba la tortura para extraerla, en el actual proceso penal no mantiene, a diferencia del proceso civil, cuando se trata de inte­reses disponibles por sus titulares, ninguna fuerza decisiva, tal que releve al juez de la búsqueda de la verdad real, dice Vincenzo Manzini[51], quien la con­sidera, entre las pruebas de los delitos, no más que un indicio.
A esto reacciona Alcalá-Zamora[52], quien, sin embargo, admite que en general es difícil que la con­fesión del acusado sea espontánea y desinteresada.
Excede con mucho de nuestro intento y nuestras posibilidades en este lugar entrar en la discusión acerca de la naturaleza y el valor de la confesión en el proceso criminal; mas, encontrándose tan relacionada como lo está con la tortura, tampoco podemos eximirnos de destacar que la excesiva confianza con que a veces se mira el carácter y la fuerza probatoria de la primera adolece en subido grado de los mismos o semejantes inconvenientes que descalifican a la segunda. En efecto, ayuda inmensamente a la labor del investigador; favorece su comodidad y su rutina; con ella, averiguar y comprobar un delito es algo por demás sen­cillo, breve, burocrático, casi mecánico, pero, por lo mismo, inclina a forzar al indagado para que confiese; contempla al imputado cual si fuera un objeto, algo inferior que no tuviese una intimidad que celar y que defender y sólo estuviese obligado a facilitar las cosas; evita poner a contribución —ardua contribución muchas veces— los conocimientos y capacidades intelec­tuales y morales de los encargados de descubrir y pro­bar los delitos.
Que la confesión está formalmente configurada como una prueba, es innegable, desde el momento en que como tal aparece en las leyes, pero de ahí a que verdadera, fundamental o principalmente lo sea, media un trecho demasiado grande para que el problema pueda despacharse en pocas palabras y con menos ideas.
Ya es por lo menos extraño o sospechoso el que las mismas leyes limiten el campo de su aplicación a la intervención que al confesante cupiera en el delito, no sirviendo para acreditar la realidad objetiva de éste. Llama también la atención el que se exija que la confesión haya de concordar con las circunstancias y accidentes del delito que otros medios de prueba arrojen, así como que no dispense al instructor de prac­ticar cuantas otras diligencias sean necesarias para adquirir el convencimiento de la verdad de lo confe­sado; y, finalmente, es muy significativo respecto a lo relativo de su naturaleza probatoria y su fuerza como tal el que, mientras cuantos deponen en el proceso han de hacerlo bajo juramento, las declaraciones del reo tengan que prestarse sin él.
Muy otra cosa era en los tiempos de la tortura, en que, antes de ponerle al tormento, se juramentaba al sospechoso o acusado. Con ello, quedaba jurídicamen­te obligado a decir verdad y con tal carácter y valor debía tomarse cuanto dijera, exactamente igual que un testigo o un perito. Hoy sólo se le exhorta a que diga la verdad, señal evidente de que no se le obliga a decirla ni se espera de él que la diga. ¿Y por qué no se le obliga ni se espera? La respuesta es muy simple: porque se reconoce que, frente a una acusación criminal y la amenaza penal que entraña, el reo ha de defen­derse, incluso, recurriendo quizá a la mentira. Y el respeto más íntegro al derecho de defensa sin restric­ciones lleva a admitir que en ella cabe todo recurso, hasta el de tergiversar los hechos, faltando a la verdad.
El confesante no es en el proceso penal un tercero imparcial; es una parte que se encuentra en una situa­ción atrozmente comprometida. Frente a las preten­siones punitivas que se ejercitan contra él, ¿se le puede exigir equidistancia y objetividad?, ¿se puede pensar que suministre una versión fiel de la realidad?
Cabe oponer que, si el reo, sin embargo de ser esto así, reconoce su criminalidad y se acusa, es porque la fuerza de los hechos, o la voz de su conciencia, se sobrepone a toda conveniencia mezquina y hay que hacer fe entonces en sus palabras. Razonamiento su­perficial y engañoso, que se limita a las apariencias para desconocer la naturaleza humana[53], el respeto en todo caso y situación se le debe y el hecho, bien conocido, de las múltiples autoinculpaciones falsas, por torpeza del declarante, por delicadeza y aun abnegación hacia otros, por ánimo de lucro u otra conveniencia de género similar, por necia vanidad y no infrecuentemente por motivos que habría de explicar la psicología patológica.
Sobrado justificadas resultan, por consiguiente, todas las limitaciones y precauciones que han acumulado las leyes alrededor de la confesión, para que no se abuse de ella en la apreciación de sus efectos probatorios.
Ciertamente, no se puede desconocer que las declaraciones de los reos constituyen un medio de investigación procesal, por cuanto pueden contribuir, juntamente con otras pruebas, al esclarecimiento de los hechos, pero a la vez son un medio de defensa, en cuanto a su través pueden aquéllos desvanecer las sospechas que pesan en su contra o las acusaciones que se le dirigen, o limitar su alcance.
Ya Lucio Septimio Severo, emperador entre los años 193 y 211, prescribió que no se tomara en cuenta las confesiones de los reos en la exploración de los delitos[54]; pero como en tantas cuestiones, lo más exacto, que conserva valor perdurable, se encuentra en pensadores del siglo XVIII, inspirados del aliento liberal de enaltecimiento y respeto de la criatura humana. Y es probable que quien con mayor amplitud y acierto se haya ocupado entonces de esta materia, sea Filangieri, para quien la confesión merece poquísimo crédito[55].
Así como nadie puede ser juez en causa propia, tampoco nemo testis contra seipsum. Y es que en vano se pretende forzar las situaciones y las relaciones objetivas de los hombres y de las cosas. Quien se halle en determinada situación no puede actuar más que con arreglo a ella, y no como el que está en otra distinta ni como requieren situación y función diferentes. El acu­sado es acusado y como tal ha de obrar; no como testigo ni como juez, porque no lo es ni se encuentra en sus condiciones.
Sus manifestaciones no por ello han de carecer de todo valor procesal, pero su ecuanimidad y su veracidad no son de fiar, y constituye una práctica viciosa atenerse únicamente a ellas para establecer su ingerencia en el delito, máxime cuando existen otros antece­dentes y otras pruebas al respecto, de los que harto a menudo se prescinde olímpicamente, en excesiva reverencia y confianza por la confesión.
Conviene tener siempre bien presente que el ser humano es demasiado complejo, para no juzgarlo por procedimientos ni con criterios excesivamente simples.

VI
Nuestra edición


Feci quod potui; faciant meliora potentes.

Es una efectiva aportación a la cultura y, sobre todo, a la conciencia jurídica de nuestro tiempo, y en este caso, además, a la social, poner a su disposición las obras de los pensadores más significativos y salien­tes del siglo XVIII y hacer que se familiarice con ellos,
Esas obras y ese pensamiento no tienen un valor puramente histórico, o simplemente arqueológico, co­mo el que pueda ofrecer un texto legal o un infolio olvidado de centurias o países remotos. En tal caso, no se justificaría su traducción, porque el especialista a quien interesen ha de poseer la lengua y todos los conocimientos precisos para leerlos y entenderlos. El siglo XVIII, en cambio, es poco decir que está cerca de nosotros o que está en nosotros. Eso acaso ocurra con todo tiempo pasado, y, singularmente, con algunos pe­ríodos, pero nuestra vinculación con el siglo XVIII es diferente, es fundamental y vital. Somos su obra, el entramado de nuestro mundo descansa sobre las ideas y principios que él alumbró, por él y en él alentamos, somos y vivimos. Su concepción individualista del hom­bre y de la sociedad y liberal de la vida política han producido las realidades y los sentimientos menos im­perfectos y más elevados del mundo moderno, que, cuando se ha apartado de ella, la ha negado o la ha desfigurado, ha caído en el desvarío o en el horror. Lo cual no es atribuir una perfección absoluta al pensa­miento ni a la obra de los hombres del setecientos, idea que señalemos de paso que estaría en los antípodas de su auténtica comprensión. No; ni entonces ni nunca puede paralizarse la historia. Ésta ha debido proseguir y debe continuar haciendo cada día más efectivos los postulados de aquellos hombres, extrayendo nuevas consecuencias, completando y mejorando su concepción del hombre y de la vida, poniéndola cada vez más fiel­mente en obra, humanizando más cada vez al ser huma­no, en sí mismo y en sus relaciones de todo orden con los demás.
Se observa, por otra parte, en el pensamiento jurídico de nuestros días, y particularmente en el jus­penalismo, una necesidad de volver a las magnas cues­tiones de la fundamentación y del sentido del Derecho, su por qué y su para qué, de la Filosofía jurídica y enlazada con ella, la Política criminal. Y es bueno, es imprescindible, que el técnico, que ha llegado a un vir­tuosismo admirable en el dominio de su arte, imaginando y solucionando con asombrosa brillantez en su gabi­nete supuestos que es punto menos que imposible que den en la realidad, que sabe perfectamente partir un cabello en tres y resuelve con mucha desenvoltura el problema de los ángeles que pueden bailar sobre la punta de un alfiler; es imprescindible que ese hombre conozca las grandes ideas de donde ha salido ese Derecho penal por cuyo interior se mueve con tanta tranquilidad, y los grandes principios que lo sustentan, o sea, cuanto le da sentido. Sólo sobre tal base puede hacerse ciencia y la ciencia no se convierte en simple habilidad.
En esta preocupación, volver al pasado no es un huero acto de erudición ni tiene un mero significado de gratitud. Es mucho más. Lo primero que debe tener presente el jurista para serlo, es que el Derecho es cultura y la cultura es historia. Y también que hay que volver al pasado —sobre todo, al pasado inmediato, al pasado rico e interesante— para vivir con plenitud y elevación el presente y proyectar mejor el futuro y un futuro mejor. Por lo demás, enlazando dos pensamientos de otros tantos autores famosos, bien podríamos decir que conviene recordar a quienes nos han precedido para que los que nos sucedan no nos paguen en la misma amarga moneda de la ignorancia y la ingratitud, porque cuando se desconoce el pasado o se le ha olvidado, se está condenado a vivirlo otra vez. Avanzar, y no digamos progresar, es imposible si no se tiene sustento y raíz, pero a menudo se cae también en la falta de origi­nalidad, poco disculpable, de descubrir cualquier medi­terráneo, lo que no deja de provocar algunas sonrisas amables en quienes poseen un espíritu humanístico y coloca en situación poco airosa a los orgullosos especia­listas que han despreciado cuanto ignoran y desconocen el soporte de lo que saben.
Acaso en pocos ámbitos como en el penal los prin­cipios que pusieron de relieve y por cuya consagración pugnaron los hombres del siglo XVIII conserven mas viva actualidad y más fresca humanidad. Sobre ellos vino después la gran etapa creadora del Derecho penal moderno y liberal, obra de los clásicos, en cuyo estudio tiene sentido la dogmática actual. Por ello, con este ánimo y estos propósitos, como una contribución al espíritu ­de la hora, para proporcionarle elementos del pasa­do que puedan servirle en sus inquietudes y reflexiones presentes, se ha acometido y llevado a término la tra­ducción de las Observaciones sobre la tortura de Pie­tro Verri, justamente mientras se cumplían doscientos años desde que fueron escritas.
Las hemos vertido de la edición italiana publicada en Rizzoli, en Milán, el año 1961(Biblioteca Universal Rizzoli, volumen doble. números 1689-1690 de la colección, de 139 páginas), al cuidado de Juan Luis Barni, con una amplia e interesante nota preliminar, una reseña bibliográfica y abundantes notas al texto suyas. Y hemos tenido a la vista también los capítulos de las Osservazioni que reproduce Franco Venturi en el valiosísimo apéndice de su monumental edición de Dei delitti e delle pene, de Beccaria, publicada por Einaudi, en Turín, el año 1965.
Los múltiples párrafos de la obra de Verri en otras lenguas —sobre todo, en latín—, se han respetado tal cual figuran en el original, dando luego en nota su traducción castellana, salvo cuando el propio autor los ha vertido al italiano.
Como era de rigor, se han conservado las numerosas notas del autor, debidamente distinguidas de las notas escasas del traductor, en que éste ha procurado aclarar determinados pasajes o referencias y, en particular, proporcionar al lector una noticia exacta acerca de los muchos y con frecuencia muy oscuros autores que cita Pietro Verri.
Y séale permitido al traductor sentirse satisfecho, no de su trabajo, pero sí del espíritu con que lo ha realizado y de la oportunidad de esta versión.

_________________
* Buenos Aires, Depalma, 1977. Incluida, asimismo, en el volumen, Violencia y Justicia (Manuel DE RIVACOBA), Universidad de Valparaíso, 2002, págs. 185 y ss.[1] Son palabras de la propia disposición legal que se menciona en el texto.[2] Promulgado el 2 de abril de 1787.[3] O sea, aproximándose la humanidad, mediante la contribución de todos, que constituye un deber para cada uno, a la idea de perfección, en un movimiento progresivo que ha de ser, en lo futuro, más rápido, y eficaz que en el pasado (Kant, La paz perpetua, 1795, Apénd. II, palabras finales).[4] Cfr. Carta al Príncipe real de Prusia (el futuro Federico II), de octubre de 1737.[5] Así, la Filosofía de la historia, con Voltaire, en 1765, y la Filosofía del Derecho, con Hugo, en 1797. En cierto modo, también la Estética, con Baumgarten, en 1750.[6] Profesión de fe del presbítero saboyano, en Emilio o la educación, 1762, lib. IV.
Cfr. Rodolfo Mondolfo, Rousseau y la conciencia moderna, 2° ed., Buenos Aires, Eudeba, 1962; especialmente, el cap. III, La reivindicación de la interioridad: el sentimiento (págs. 29—40). Sobre este libro, véase Rivacoba, en la revista Universidad, de Santa Fe, 54, octubre—diciembre 1962, págs. 350—351.
[7] John H. Randall (jr.), La formación del pensamiento moderno, Historia intelectual de nuestra época, traducción de Juan Adolfo Vázquez, Buenos Aires, Editorial Nova, 1952, pág. 378.[8] Cómo fuera a producirse esto, para pasar en brevísimo tiempo a la época de las luces y en seguida a la mentalidad y el acontecer revolucionarios, con los trazos —vertiginoso tempo histórico, fe en el progreso, confianza en la razón, primacía del sentimiento, eclosión del humanitarismo— que hemos procurado bosquejar en el parágrafo anterior, es algo en que no podemos detenernos aquí. Apuntemos, tan sólo, que, siendo característico y diferenciativo en el hombre obrar por razón de fines, un cambio en éstos entraña otro equivalente en la concepción del hombre y de la sociedad y trae aparejadas las correspondientes consecuencias en la misma sociedad y en sus instituciones. Cuando, por obra de los iluministas, el despotismo ilustrado cambia la justificación y el sentido del poder, trayéndolo del cumplimiento de designios trascendentes o de la tradición y la gloria de la dinastía al logro de la felicidad y la garantía de la libertad de los súbditos, está echada y perdida la suerte de la monarquía absoluta, por más que confíen y se esfuercen en obtener tales finalidades dentro de la estructura social y mediante la organización política del antiguo régimen, la consecución de tales propósitos rebasa con mucho las posibilidades de éste, requiere transformaciones sustanciales en lo social, en lo político y en lo jurídico, y ha de hacerle estallar. Es más: para que tan radicales y enérgicas transformaciones fueran posibles, incluso resultaba insuficiente la fuerza motriz de la razón y se precisaba el desarrollo e imperio del sentimiento. Al respecto, cfr. nuestro libro Lardizábal, un penalista ilustrado, Santa Fe, 1964, págs. 56-58.
Por lo demás, el proceso a que se hace referencia en el texto venía gestándose desde varios decenios antes. Véase especialmente Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680—1715), traducción de Julián Marías, 2° ed., Madrid, Pegaso, 1952, y El pensamiento europeo en el siglo XVIII, traducción y prólogo del mismo Julián Marías, Madrid, Guadarrama, 1958.
[9] Nacido y muerto en Milán, los años 1696 y 1782, respectivamente.[10] Cfr. infra, & III.[11] A este período se considera que pertenecen también sus Pensées sur l’amour et sur la galanterie y sus Idées sur la société.[12] 1672—1719.[13] A pesar de que poco antes había pronosticado su fracaso Madame de Sevigné (1626—1696), comparando a ella el entusiasmo por el teatro de Racine y considerando ambas cosas como modas. Cfr. Constancio Bernaldo de Quirós, Prólogo, César Beccaria y su libro, a su traducción del Tratado de los delitos y de las penas, de Beccaria, Puebla, Cajica, 1957, págs. 11—12.[14] Mondolfo, Cesare Beccaria y su obra, traducción por Oberdán Caletti, Buenos Aires, Depalma, 1946, pág. 5. Y en nota precisa: La institución del café como lugar público de tertulia —introducido ya del oriente árabe en Venecia alrededor de 1640, y luego en Marsella (1659), Paris (1660), Londres (1662), Viena (1683) y Francfort (1689)— se había hecho floreciente en Venecia a principios del siglo XVIII, y por imitación en Milán y en las demás ciudades.[15] Cfr. supra, nota 9.[16] Como Beccaria. Sobre el particular. Cfr. Rivacoba, Lardizábal, un penalista ilustrado, cit., págs. 54—55.[17] Todo esto es tan conocido, por repetirse siempre que se trata de Beccaria, que no hemos de extendernos sobre ello.[18] Cfr. Carteggio di Pietro e di Alessandro Verri, a cura de Emanuele Greppi e di Alessandro Giulini (y después otros), publicados, 12 vols.; Milano, 1923—1940.
Acerca de los hermanos Verri, es hoy imprescindible el libro de Donata Chiomenti Vassalli, intitulado precisamente I fratelli Verri, Milano, Casa Editrice Ceschina, 1960, 253 páginas.
[19] Por ejemplo, Beccaria fue nombrado el 29 de abril de 1771 para el Consejo Supremo de Economía, al cual ya hemos visto que pertenecía Verri desde su creación.
Sin embargo, fallecido Beccaria el 28 de noviembre de 1794 y siendo concejal de Milán Pietro Verri, propuso a la municipalidad que se erigiera un monumento de reconocimiento al inmortal Beccaria. Véase la Mozione del citt. Verri municipalista alla municipalità di Milano, publicada en el Termómetro Politico della Lombardia, número 47, del 23 de frimario, año V republicano (13 de diciembre de 1796), págs. 175 y sigs., y dada ahora de nuevo a la luz por Franco Venturi, en su magnífica edición de Dei delitti e delle pene, de Beccaria, con una raccolta di lettere e documenti relativi alla nasita dell’opera e alla sua fortuna nell’Europa del Settecento, Torino, Einaudi, 1965, págs. 655—658. La fecha de dicha moción es la señalada, y no la del 13 de diciembre de 1797, como erróneamente quiere Calamandrei (Prefacio a su edición también de De los delitos y de las penas, de Beccaria, traducción de Santiago Sentís Melendo y Marino Ayerra Redín, Buenos Aires, Ediciones Jurídicas Europa-América, en 1958, pág. 28), pues para esta última Verri ya había muerto.
En la ruptura entre Beccaria y Pietro Verri, parece que no dejó de intervenir, con sus maniobras, la ligerísima primera mujer de aquél.
[20] Franco Venturi, Beccaria e la sua fortuna (en Atti del Convegno internazionale su Cesare Beccaria, promosso dall’Accademia delle Scienze di Torino nel secondo centenario dell’opera “Dei delitti e delle pene”, Torino, 1968, págs. 3—17), pág. 5.
La mentada reunión científica se celebró en Turín del 4 al 6 de octubre de 1964 y tuvo gran importancia; y sobre el volumen de sus Actas, puede verse Rivacoba, Balance del segundo centenario de la obra de Beccaria (1764-1964), en revista jurídica argentina La Ley, de Buenos Aires, suplemento diario del 30 de noviembre de 1967, págs. 1-3, y comentario bibliográfico en la Revista de Ciencias Penales, de Santiago de Chile, tercera época, tomo XXVIII, n° 2, mayo-agosto 1969, págs.168—171.
[21] Si bien con algunas excepciones, para los malvados empedernidos que hayan asesinado a un padre de familia o de la patria. (Commentaire sur le livre Des délits et des peines, 1766 XII) y para el solo caso —dice once años más tarde— en que la tortura parece necesaria: el asesinato de Enrique IV, el amigo de nuestra república, el amigo de Europa, el del género humano (Prix de la justice et de l’humanité, 1777, art. XXIV).[22] Cfr. Rivacoba, Lardizábal, un penalista ilustrado, cit., págs. 39, 42 y 46, texto y notas 67, 71 y 81, respectivamente.[23] 1733—1817.[24] Cfr. Mondolfo, Cesare Beccaria y su obra, cit., pág. 58.[25] Supra, & II.[26] Y se confirma por la curiosa adivinanza que el año 1764 proponía Verri sobre la tortura en un almanaque humorístico, Il mal di milza: Soy reina y vivo entre los esbirros; purgo a quien está manchado y mancho a quien no está manchado; soy considerada necesaria para conocer la verdad, y nadie cree en lo que se dice por obra mía. Los robustos encuentran en mí la salud, los débiles la ruina. Las naciones cultas no se han servido de mí; mi imperio nació en los tiempos de las tinieblas; mi dominio no está fundado sobre las leyes, sino sobre las opiniones de algunos particulares. Cfr. Mondolfo, Cesare Beccaria y su obra, cit., pág 24, nota. En realidad, puede juzgarse esta adivinanza una especie de adelanto o programa de la doctrina contenida en las Osservazioni.[27] Cfr. Calamandrei, ed. De los delitos y de las penas, cit., nota de págs. 129—130.[28] El más largo es el relativo a la pena de muerte.[29] Ob. cit., nota de pág. 139.[30] Prólogo, cit., pág. 25, y Epílogo, Si volviera Beccaria..., a la misma obra, pág 227.[31] Franco Venturi, Introduzione a su ed. de Dei delitti e delle pene, cit., pág. XI.[32] Ibídem.[33] Estas hermosas y nobles palabras pertenecen al propio Verri, en sus Observaciones sobre la tortura, cap. I, Introducción.[34] A propósito del método o procedimiento seguido por Verri en su libro, que se ha señalado, Cantú (citado por Mondolfo en su mencionado estudio Cesare Beccaria y su obra, pág. 24, nota) cree que el pasaje inicial de dicho libro, destinado, precisamente, a justificar tal proceder por el fracaso del discurrir abstracto y deductivo de los autores que han tratado el mismo tema antes que él, va dirigido en son de crítica contra de Beccaria, con quien en 1776 hacía ya tiempo que estaba enemistado; pero con acierto señala el error de Cantú. La crítica va a golpear contra la limitación intelectual y contra la obcecación de los prácticos, no contra la generosa filípica de Beccaria, a la que el mismo Verri había dado su más plena y viva solidaridad.[35] Discurso sobre las penas contraído a las leyes criminales de España, para facilitar su reforma, Madrid, 1782, cap. V, & VI, 24.[36] Compárese con la adivinanza de Verri reproducida en la nota 26.[37] No sin excepciones, que no pasan de ser actitudes aisladas y no hallan otra resonancia que la condenación de los más y los más representativos. En España, el ejemplo más notorio de ello es don Pedro de Castro. Cfr. Rivacoba, Lardizábal, un penalista ilustrado, cit., págs. 42—43.[38] Por supuesto, con numerosos, y a veces muy antiguos, precedentes.[39] Cfr. especialmente Piero Fiorelli, La tortura giudiziaria nel diritto comune, 2 vols., Milano, Giuffrè, 1953, con rica bibliografía.[40] Programa, & 942.[41] Así, en la Argentina, la ley de 21 de mayo de 1813 prohíbe el detestable uso de los tormentos adoptados por una tirana legislación para el esclarecimiento de la verdad e investigación de los crímenes, en cuya virtud serán inutilizados en la Plaza Mayor por mano del verdugo, antes del feliz día 25 de mayo, los instrumentos destinados a ese efecto. Esta tradición se continúa en el artículo 18 de la Constitución nacional.
En la misma época, la gloriosa Constitución española de 19 de marzo de 1812 había establecido antes, entre otras disposiciones de carácter igualmente avanzado, humano y liberal, que no se usará nunca del tormento ni de los apremios (artículo 303).
[42] Artículo 5.[43] Cfr. infra, & V.[44] Les moyens d’adoucir la rigueur des loix pénales en France sans nuire á la sûreté publique, Châlons-sur-Marne, 1781, pág. 164.[45] Ordenanza criminal de Austria y de Bohemia, de 1766, art. 38.[46] Über die Abschaffung der Tortur, Zurich, 1775, & VI.[47] Carrara. Obra y parágrafo cits., nota 1.[48] Cfr., sin embargo, Bernaldo de Quirós, Epílogo, cit., págs. 229—232.[49] E incluso de la práctica por ellos mismos, cuando, con paladina violación del fin de las leyes y abierta infracción de su propia letra, decretan o prolongan la incomunicación, con el exclusivo objeto de obtener una confesión.[50] Cfr. Pedro Herrera Puga, Sociedad y delincuencia en el siglo de oro, Aspectos de la vida sevillana en los siglos XVI y XVII, Prólogo de José Cepeda Adán, Universidad de Granada, 1971, pág. 362. Probablemente, los antropólogos positivistas explicarían este fenómeno de manera muy sencilla y congruente con su doctrina general.[51] Trattato di Diritto processuale penale italiano, 3° ed., 4 vols., Torino, Unione Tipografico-Editrice Torinese, 1949, tomo III, pág. 415.[52] En Derecho procesal penal, de Niceto Alcalá-Zamora y Castillo y Ricardo Levene (h.), 3 vols., Buenos Aires, Kraft, 1945, tomo III, págs. 72 y 74.
Pueden verse los innumerables problemas de la confesión, en la clásica obra de C. J. A. Mittermaier, Tratado de la prueba en materia criminal, trad. castellana, 7° ed., Madrid, Reus, 1916, págs. 176—217.
[53] Ea natura est omnis confessionis, ut possit videri demens qui confitetur de se... Nemo contra se dicit, nisi aliquo cogente. Quintiliano, Declamationes, 314.[54] Cfr. Ulpianus, libro VIII de officio Proconsulis, en Dig., XLVIII, 18, 1, 17.[55] Muy de comienzos del siglo XIX son los, como de costumbre en él, densos párrafos que, con criterio nada benevolente, dedica Carmignania a la confesión. Cfr. sus Juris criminalis elementa, && 550—558.
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