MANUEL DE RIVACOBA.
FONDO ÉTICO Y SIGNIFICACIÓN POLÍTICA DE LA
INDEPENDENCIA JUDICIAL.
1991.
Tema expuesto, por Manuel DE RIVACOBA, en la primera
Conferencia Internacional sobre Protección, Fortalecimiento y Dignificación del
Poder Judicial, que, organizada por la Corte Suprema de Nicaragua, se celebró
en Managua los días 4, 5 y 6 de septiembre de 1991, con la concurrencia de los
miembros de las Cortes Supremas de los respectivos países centroamericanos y
las de Méjico, Colombia y Venezuela. El tema fue propuesto por los
organizadores y la exposición se efectuó el viernes 6 a mediodía.
I.
La independencia del Poder judicial, en el plano de
la realidad jurídica, y su concepto, en el del pensamiento, son consecuencias,
respectivamente, de la consagración, y de la doctrina, de la separación de los
poderes del Estado; es decir, sólo tiene sentido en una organización que
adopte, y para un pensamiento que conciba, en la estructuración del Estado la
separación de sus poderes.
En efecto,
sólo teniendo clara conciencia de la separación de los poderes públicos, y
existiendo éstos verdaderamente separados, puede uno plantearse el problema, y
puede procurarse o realizarse en la práctica, del funcionamiento de cada uno de
ellos sin interferencias de ninguno de los restantes.
Por lo
cual, para discurrir sobre la independencia de un poder, y, concretamente, del
Poder judicial, hay que tomar como punto de partida y hay que tener bien
presente que pensamos y que informa la organización del Estado el principio de
la separación de sus poderes.
II.
Bien sabido es que la idea de la separación de los
poderes es antigua. Ya se encuentra en Aristóteles, y son de cita obligada al
respecto Polibio y Cicerón. Acerca del primero, diremos en seguida unas
palabras, porque ofrece un interés especial para el sentido moderno del tema.
También se
cita en esta materia a Marsilio de Padua, con su Defensor pacis, en el
siglo XIV, y a Maquiavelo, en su Arte della guerra, en el XVI. Sin embargo,
aquél, ateniéndose a las concepciones de la antigüedad clásica, no viene a
decir sino que la fuente suprema del poder reside en el conjunto de los
ciudadanos y que el rey no tiene más facultades que las de interpretar y
aplicar las leyes, o sea, representa simplemente una limitación del
absolutismo que en su tiempo iba ya cobrando vuelos. Y para el florentino los reinos
bien ordenados no confieren el imperio absoluto al rey sino en lo concerniente al ejército, y en todo lo demás nada puede hacer éste por sí solo, en lo
cual late asimismo una reminiscencia de las democracias antiguas y
probablemente también cierto apego al ideal de las ciudades de la Italia
medieval.
Otro hito
que nunca se omite en este recorrido histórico es Bodino, quien, en sus célebres
De republica libri sex, de 1576,
no obstante ser por excelencia el teórico de la monarquía
absoluta y la idea de la soberanía, y enemigo jurado de que los parlamentos y
estados generales de su época pudiesen participar en el ejercicio de aquélla, no
reconociéndoles más facultades que las que se derivan de su naturaleza
consultiva, sostiene que los reyes no deben administrar justicia, y que la
justicia y la moralidad de un pueblo deben estar preservadas por magistrados
especiales, que substituyan en este cometido a la autoridad del padre y la
potestad del sacerdocio, ya desaparecidas; aserción muy pobre para ver en ella
con fundamento un verdadero antecedente de la doctrina de la diversidad y la
separación de los poderes.
Cien años
después Locke se acerca más a lo que será esta doctrina, pero todavía no
distingue y separa el Poder judicial y, en cambio, establece otro, el
federativo, de significado o miras internacionales. Y es que hasta que grana
la Ilustración no se exalta y reconoce al individuo y se valora su libertad y
no están dados los supuestos para que llegue a su plenitud la idea de la
separación de los poderes del Estado, y tal idea sólo llega a su plenitud, como
principio de la organización estatal y requisito y garantía de la libertad
individual, con Montesquieu, en el famoso capítulo 6 del libro XI de su De
l'esprit des lois, de 1748.
El hecho de
existir las diferentes funciones del Estado, y aun el de existir los
relativamente correspondientes funcionarios para su cumplimiento, no era ni
podía ser nuevo en el siglo XVIII; hasta cierto punto, no es sino una
consecuencia de la división del trabajo.
Lo nuevo es, entonces, concebir y
ordenar racionalmente la organización del Estado, basándose para ello en sus
diversas funciones, método y supuesto de un objetivo prefijado: garantizar la
libertad individual. Así, fue Montesquieu, en exacta calificación de Garner en
su Introduction to political science, de 1910, “el primer autor que hace de la teoría
de la separación de los poderes una doctrina de la libertad”. Aunque tenga una
base funcional, la preocupación que guía su pensamiento no es, pues,
funcional; es eminentemente política.
En efecto, todo está orientado en su
construcción a hacer posible y asegurar la libertad. Con la reunión del poder
de hacer las leyes y el de ejecutarlas en las mismas manos, no habría libertad,
pues se podría temer que el monarca o el senado hicieran leyes tiránicas para
ejecutarlas tiránicamente; unidos el legislativo y el judicial, el juez sería
al mismo tiempo legislador y dispondría de un poder arbitrario sobre los
individuos, y, en fin, unidos el ejecutivo y el judicial, el juez tendría la
fuerza de un opresor. “Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo
cuerpo de príncipes o la misma asamblea del pueblo ejerciese los tres poderes”.
III.
Como hemos adelantado
(supra, II, in limine), los orígenes aristotélicos del tema merecen una
consideración especial, porque en ellos, aunque tuviera que ser de manera
todavía muy imperfecta, se percibe o prenuncia ya su sentido moderno, esto es,
que la división de los poderes constituye garantía de la sujeción de cuantos
los tienen a su cargo sólo a la ley, de donde, por más imposible que en su
tiempo resultara valorarlo y sostenerlo en términos explícitos, se sigue
lógicamente que es también base y garantía frente a aquéllos de la seguridad y
la libertad de los ciudadanos.
Ya se sabe que el Estagirita se refiere a la
separación de los poderes en el libro sexto de su Política. Ordenando su
pensamiento sobre la materia, tenemos que en el capítulo 3 dice que “la Constitución
no es otra cosa que la repartición regular del poder”, y, luego, en el 11, que “en
todo Estado hay tres partes, de cuyos intereses debe el legislador, si es
entendido, ocuparse ante todo, arreglándolos debidamente. Una vez organizadas
estas tres partes, el Estado todo resultará bien organizado; y los Estados no
pueden realmente diferenciarse sino en razón de la organización diferente de
estos tres elementos. El primero de estos tres elementos es la asamblea
general, que delibera sobre los negocios públicos; el segundo, el cuerpo de
magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo de nombramiento es preciso
fijar; y el tercero, el cuerpo judicial”. Y en el 4 que “sólo hay
Constitución allí donde existe la soberanía de las leyes”. O sea, en resumen,
que, para que éstas sean soberanas y no los individuos, se requiere que los
poderes estén separados y quienes los desenvuelven sean diferentes.
El capítulo que dedica más adelante al Poder
judicial, el 13, ofrece menos interés para el entendimiento y desarrollo del
tema en la modernidad.
IV.
También es conocido que el
pensamiento de Montesquieu se difundió y proyectó con rapidez vertiginosa y amplitud
ilimitada. Las circunstancias del momento y los acontecimientos que se
precipitaron lo reclamaban inexcusablemente y permiten comprenderlo con
facilidad. Por ende, nos detendremos un instante sólo en su adopción por Kant,
porque con él llega a la más alta cumbre de la reflexión sobre el Estado, en
una concepción liberal, adquiriendo la idea de la separación de sus poderes la
categoría de idea a priori, esto es, infaltable y fundamental, y que no
se obtiene de la experiencia, sino que la condiciona y se impone como un imperativo
categórico para una organización del Estado que sea propia de los hombres como
seres libres.
En sus Principios metafísicos del
Derecho, de 1796, Kant sienta, en primer término, que “cada ciudad encierra
en sí tres poderes, es decir, la voluntad universalmente conjunta en
una triple persona (trias política): el poder soberano (soberanía) en
la persona del legislador, el poder ejecutivo (según la ley) en la
persona del gobierno, y el poder judicial (como reconocimiento de lo mío
de cada cual según la ley) en la persona del juez (potestas legislatoria,
rectoria et judiciaria)";
y concluye, y es lo más importante, que “hay, pues, tres poderes
diferentes (potestas legislatoria, executoria, judiciaria), por los
cuales la ciudad tiene su autonomía, es decir, se forma y se conserva según las
leyes de libertad. En su reunión consiste la salvación del Estado (salus rei
publicae suprema lex est); no debe
entenderse por esto el bien de los ciudadanos y su felicidad, porque
esta felicidad puede muy bien (como lo afirma Rousseau) encontrarse mucho más
dulce y más deseable en el estado natural, o aun más bajo un gobierno
despótico; no, la salvación de la república consiste en la mayor conveniencia
de la constitución con los principios de Derecho, como un Estado, al cual la
razón, por un imperativo categórico, nos obliga a aspirar".
De estos tres poderes, el legislativo es
irreprensible, el ejecutivo es irresistible y el judicial es inapelable; y,
por de contado, no son independientes o ajenos el uno al otro, sino coordinados
o interconectados entre sí. En sus palabras, "los tres poderes en la ciudad
son, pues, entre sí: en primer lugar, como otras tantas personas morales
coordinadas entre sí (potestates coordinatae); es decir, que la una es
el complemento de la otra para la organización perfecta de la constitución del
Estado (complementum ad sufficientiam). En segundo, son también subordinados
entre sí (subordinatae), de suerte que el uno no puede al mismo
tiempo usurpar la función del otro al cual presta su concurso, pero que tiene
su principio propio (...). En tercero,
el derecho de cada sujeto le resulta de la reunión de estas dos cosas (la
coordinación y la subordinación de los poderes)".
Y retrocediendo algunos lustros para
fijarnos en decisivos textos positivos, hay que recordar la Declaración de
derechos de Virginia, de 12 de junio de 1776, artículo V: "Que los
poderes legislativo, ejecutivo y judicial deben ser separados y
distintos"; y, sobre todo, con un sentido ya universal, la gloriosa Declaración
francesa de derechos del hombre y del ciudadano, del 26 de agosto de 1789,
artículo XVI: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no ha sido
asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no está bien
constituida".
V.
En esta materia de la
separación de los poderes y la consiguiente independencia del judicial hay un
documento importantísimo, tanto por él en sí, cuanto por la proyección que
tuvo y la influencia que ejerció en otros países, europeos y, principalmente,
hispanoamericanos. Nos referimos a la Constitución española de 19 de marzo de
1812, que no fue obra sólo de los diputados de las diversas regiones
peninsulares y los de las Baleares y Canarias, sino a la vez también de los
representantes de la Nueva España, la Nueva Granada, Guayaquil, el Perú (entre
ellos, un descendiente de los incas, el teniente coronel Dionisio Inca Yupangui),
Chile, Buenos Aires, Montevideo, Venezuela, Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico y
Filipinas, así como los de las respectivas provincias centroamericanas, que,
efectuándose esta exposición en el corazón de la América central, nos parece
obligado nombrar aquí: don José Antonio López de la Plata, abogado, por
Nicaragua; don Antonio Larrazábal, canónigo, y don Andrés Llano, capitán de
navío, retirado, por Guatemala; don José Francisco Morejón, bachiller, por
Honduras; don José Ignacio Ávila, por San Salvador; don Florencio Castillo,
catedrático de León, en Nicaragua, por Costa Rica, y don José Joaquín Ortiz,
por Panamá.
Rendido este homenaje y cumplido este deber,
nada mejor, para situarnos y orientarnos sobre el particular en aquella coyuntura,
que evocar al docto don Francisco Martínez Marina y su clásica Teoría de las
Cortes, de 1813, en cuyo tomo primero, abocetando la tradición inmediata
que antecedió a las de Cádiz, señala entre otros abusos y desgracias "la
monstruosa reunión de todos los poderes en una sola persona". Y, yendo ya
a la Constitución, detengámonos todavía un momento en su Discurso
preliminar, "de elocuencia declamatoria y noble”, como dice Posada,
donde se lee al respecto: "La experiencia ha demostrado hasta la
evidencia que no puede haber libertad ni seguridad, y, por lo mismo, justicia
ni prosperidad, en un Estado en donde el ejercicio de toda
autoridad está reunido en una sola mano. Su separación es indispensable".
Adentrándonos en el texto constitucional, ya
se encuentra consagrada la separación en la regulación de los distintos
poderes en títulos diversos: el III (De las Cortes), el IV (Del rey) y el V (De los tribunales y de la
administración de justicia en lo civil y en lo criminal). Pero conviene repasar
asimismo algunos articules que la consignan con mayor detalle: el 15 (“La
potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey"), el 16 (“La
potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el rey”) y el 17 (“la potestad
de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los
tribunales establecidos por la ley"), cuyo tenor se reitera casi al pie de
la letra en el 242. Y, lógicamente, la separación se complementa con la independencia
e intangibilidad de los jueces y tribunales en el desempeño de su ministerio,
establecida con el mayor cuidado en los artículos 243 ("Ni las Cortes ni
el rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas
pendientes ni mandar abrir los juicios fenecidos"), 244 ("Las leyes
señalarán el orden y las formalidades del proceso, que serán uniformes en
todos los tribunales, y ni las Cortes ni el rey podrán dispensarlas”), 245 ("Los tribunales no
podrán ejercer otras funciones que las de juzgar y hacer que se ejecute lo
juzgado") y 246 ("Tampoco
podrán suspender la ejecución de las leyes ni hacer reglamento alguno para la
administración de justicia"). Para cerrar estas previsiones y asegurar su
efectividad, se afirma de manera rotunda la inamovilidad de los magistrados
judiciales en el artículo 252
("Los magistrados y jueces no podrán ser depuestos en
sus destinos, sean temporales o perpetuos, sino por causa legalmente probada y
sentenciada, ni suspendidos sino por acusación legalmente intentada"); y,
en fin, crea en el articulo 259
el Tribunal Supremo como centro de autoridad de la potestad judicial en sus
diferentes manifestaciones y ramificaciones (“Habrá en la Corte un tribunal que
se llamará Supremo Tribunal de Justicia", cuya competencia se determina en
el articulo 261).
La separación de los poderes y la
independencia del judicial, que la Constitución de Cádiz con tanto celo
consagró y que en ella resplandecen con tanta fuerza y claridad, son bases
inexcusables de una concepción y una organización liberales de la vida pública,
empeñadas en garantizar en ésta a todos los seres humanos su seguridad y su
libertad; y así se comprende que dicha Constitución fuese para su época monumento
y dechado del más puro y acabado liberalismo, el aprecio en que se la tuvo y
el influjo que ejerció.
A la inversa, los regímenes autoritarios, y
mucho más los totalitarios, se caracterizan por la concentración de los
poderes y su correlativa carencia de separación y, por tanto, de
independencia del judicial. Su misma noción es, en verdad, incompatible con
estas otras. En ellos el juez depende por completo del poder único del Estado,
igual en su designación, exigiéndose para ella fidelidad sin restricciones al
autócrata o al dogma estatal, que en su función, en la que se halla sometido a
la voluntad y los dictados de los órganos supremos del Estado. Y nada de
extraño tiene que sea así, porque lo único substantivo y que importa en tales
regímenes es el Estado, y de ahí, consecuentemente, su menosprecio y la falta
de seguridad jurídica y libertad individual.
VI.
La independencia del Poder
judicial, por lo demás, no consiste en otra cosa que la condición o
característica necesaria del ejercicio de una de las funciones que
corresponden al Estado soberano, o, en otros términos, la condición o
característica imprescindible en el ejercicio de una de las funciones de la
soberanía. Aun sin emplear esta palabra, así entiende la cuestión Kant en
párrafos que hemos reproducido (supra, IV).
Sin entrar aquí en el concepto de soberanía
y sus problemas, nos basta ahora con recordar la definición que de ella da
Giner: "Poder supremo del Estado, para hacer que el Derecho reine en la
sociedad". Ahora bien, en las ocasiones en que se controvierten los hechos
a que debe aplicarse el Derecho, o se discute la existencia de la norma
jurídica que los discipline o el sentido o el alcance de tal norma, dicho poder
es ejercido y el Derecho hecho efectivo por el Estado mediante el ejercicio de
la función jurisdiccional; de manera,
pues, que han de convenir en ésta las dos notas que perfilan la soberanía, a
saber, la supremacía y la independencia. Por tanto, se comprende que la
soberanía, en el ejercicio de la potestad jurisdiccional, sea, según la noción
de Kant, inapelable; pero también ha de ser independiente.
Precisando los conceptos, esta independencia
significa que el órgano judicial, cualquiera que sea su jerarquía, ejerce o
realiza por igual, en la órbita o esfera de su competencia, la soberanía del Estado
y ha de ser, por ende, idénticamente independiente. Lo mismo ejerce la
soberanía y tiene que ser independiente, cada uno en el conocimiento y la
resolución de los asuntos que les correspondan, el Tribunal Supremo que el
último juez lego de un país.
La independencia judicial presenta dos
sentidos o manifestaciones: una, de naturaleza política, que conviene
calificar ad extra, es decir, independencia de los demás poderes del
Estado; y otra, de naturaleza funcional, ad intra, o sea, independencia
del órgano judicial, cualquiera que sea su composición o su categoría y dentro
de las materias que le competen, respecto a los restantes órganos del propio
poder. Una cosa es que el juez investigue y decida sin sufrir injerencias ni
presiones de autoridades o funcionarios del legislativo o de la Administración,
y otra, muy distinta, que obre sin coerción o temor de sus compañeros o
superiores.
VII.
La independencia ad extra
es la que tiene mayor significación política, y, por tanto, la más
ostensible, aquella en que primero se ha reparado y la que principalmente
suscitó en el pensamiento y en los cambios políticos la doctrina de la
separación de los poderes. En consecuencia, los atentados contra ella sólo
suelen darse en momentos altamente conflictivos de la vida pública, en que el
Estado se debate en serias convulsiones, y poseen, así, un carácter
excepcional, o, expresado quizá con mayor exactitud, son menos frecuentes que
los que se originan dentro del propio Poder judicial. Por lo común, los
peligros para la independencia de éste provenientes de los otros poderes, más
que de abierta oposición e injerencia en el ejercicio de sus atribuciones,
revisten la forma de presiones subrepticias, no por disimuladas u ocultas menos
temibles; al contrario, son tanto más de temer, cuanto el primero dependa de
los segundos para la selección y la promoción de los jueces, la asignación de
sus recursos económicos y el auxilio que deba el ejecutivo prestarle en su
funcionamiento y en la ejecución de sus resoluciones.
A lo cual hay que añadir en la actualidad
los peligros que proceden de la intervención extranjera, peligros más graves y
reales hoy que nunca, y sobre todo para los países iberoamericanos, y sea tal
intervención descarada o mal encubierta, sea directa, sobre las personas de los
jueces, o indirecta, que se ejerce a través de los gobiernos y amenazado con
penosas repercusiones de orden internacional.
Prescindiendo ahora de esto último, por el
señalado carácter más ostensible, y aun a veces aparatoso, de la parálisis o
desaparición que los atentados de los restantes poderes contra el judicial representan
para el Estado de Derecho, los recaudos destinados a preservar la independencia
de aquél que hemos calificado como ad extra son asimismo tradicionales y
bien conocidos. Recordemos los principales, ejemplificando, conforme parece
lógico y correcto, con el Derecho nicaragüense:
a) la consagración constitucional de la separación
de los poderes del Estado y de su recíproca independencia (cfr. Constitución
política, artículos 129 y 130, reiterando aún la independencia del judicial en
el 165).
b) la inamovilidad de los jueces, tanto de su
cargo como en relación al conocimiento y fallo de los asuntos para los que sean
competentes (Constitución política, artículo 162).
c) la prohibición y sanción criminal de la
suplantación en las funciones judiciales por cualquier miembro de otro poder
del Estado (Código penal, artículo 367: “…el empleado del orden administrativo
que se arrogue funciones judiciales…”, y artículo 369: “...el funcionario o
empleado público que, sin ser juez, impone penas…”).
d) la prohibición y sanción penal del
impedimento, entorpecimiento o embarazo del cumplimiento de una decisión
judicial por otros funcionarios (Código penal, artículo 367: “...el empleado
del orden administrativo que impida la ejecución de una providencia dictada
por tribunal competente…”); y
e) la prohibición y punición de la denegación de
auxilio, o su retardo, por otros funcionarios para la administración de
justicia (Código penal, artículo 384).
Corolario de la consagración y el respeto de
una completa separación e independencia del Poder judicial respecto a los demás
poderes del Estado puede ser la desaparición en los gobiernos, allí donde
exista, del Ministerio de Justicia. En efecto, si, según se postulará luego
(cfr. infra, VIII y IX), se le priva de toda participación en la
administración judicial y se traspasa a la judicatura el gobierno de los
establecimientos de privación de libertad, no queda, en realidad, entre las
competencias que se suele asignar a dicho Ministerio, sino la fiscalización y
centralización de los registros y el notariado, que nada tienen que ver con los
jueces y la jurisdicción ni aun con lo que, por muy ampliamente que se lo
entienda, se llama justicia, y sin ninguna dificultad pueden incardinarse en
otra rama de la Administración estatal.
A lo anterior únicamente cabría objetar lo
extraño que resultaría situar en departamento que no fuese el de Justicia los
servicios precisos para tramitar, informar y aconsejar en los expedientes y el
ejercicio de la gracia, cuando la potestad de indultar está radicada en la
Jefatura del Estado, lo cual no es, por cierto, el caso de Nicaragua (cfr.
artículo 138, 3, de su Constitución). Sin embargo, no parece que esto
constituya un obstáculo insuperable, ni siquiera de alguna monta, pues tales
servicios no se refieren, hablando con rigor, a la justicia ni se ve ningún
inconveniente para que funcionen en otro Ministerio, acaso el de Gobierno
interior.
En buenas cuentas, la subsistencia del
mencionado Ministerio no pasa de ser una supervivencia o reliquia de la época
en que, significándolo con una palabra poco técnica y elegante, pero gráfica y
exacta, el manejo del Poder judicial estaba entregado al ejecutivo, que de esta
suerte necesitaba una secretaría encargada específicamente de tal función,
pero resulta en verdad superflua en un régimen de estricta independencia de los
poderes; y así ha ocurrido y ha desaparecido en ciertos países, de acusada
perfección en su organización del Estado.
VIII.
La
independencia ad intra, sin carecer de significación política, la tiene
preponderantemente funcional y está relacionada de modo muy estrecho con la
organización del propio Poder judicial. Menos perceptible en sí misma, y
también menos dramática en los ataques que sufre, que la relativa a los otros
poderes del Estado, es la que con mayor frecuencia está expuesta a ser
desconocida y avasallada, con interferencias que casi se podrían llamar
cotidianas en el quehacer habitual de los jueces. Dicho con brevedad, se trata
de que el juez de mayor jerarquía no sea a la vez superior en sentido
administrativo, esto es, que no dependa de él como funcionario y en lo disciplinario
el de menor categoría (por ejemplo, en materias como calificaciones,
correctivos, traslados, ascensos, incluso licencias o vacaciones); para lo
cual, hace falta que el que juzga no gobierne el poder.
A tal fin, hay que empezar por instituir una
forma de acceso al Poder judicial que le haga inmune a los intereses y las pretensiones,
no sólo de los restantes poderes, sino asimismo de sus propios integrantes, y
que no puede consistir sino en un concurso público (en el doble sentido de la
posibilidad de presentarse a él y de sus pruebas y demás actuaciones) de
méritos y capacidad. Por de contado, no vamos a precisar con detalle aquí el
procedimiento, bastando por el momento con señalar que el tribunal debería
estar compuesto, de constar de tres miembros, por uno designado por sorteo
entre los jueces de las más altas categorías que haya en el respectivo Poder
judicial, que sería quien lo presidiese, y dos profesores de las Facultades de
Derecho de las Universidades estatales del país, de la mayor jerarquía y
preferiblemente de dedicación exclusiva, designados uno por elección de los
abogados matriculados en los Colegios del país, o, allí donde la colegiación no
sea obligatoria, inscritos en los tribunales para el ejercicio libre de la
profesión, y el otro por sorteo.
La cooptación para el acceso a la
judicatura, defendida con brío por el ilustre Presidente de la Corte Suprema de
Colombia, doctor Pablo Cáceres, nos parece altamente inconveniente, por ser
propia de una organización corporativa y asegurar una actitud continuista y
conservadora en quienes hayan de administrar justicia. El mismo doctor Cáceres
nos ha hablado, con oportunidad y elegancia, de la diferencia que media entre
la partitura, que sería la ley, y la música, que viene a ser su aplicación por
el juez; símil ciertamente afortunado, pero que antes socava que refuerza la
tesis de la cooptación. Una partitura puede ser interpretada de maneras muy
distintas que darán versiones muy varías, dependiendo todo ello de la
preparación, la mentalidad y la sensibilidad del ejecutante, o sea, trayendo
todo esto al campo de lo jurídico, de la concepción del mundo y del hombre, de
la sociedad y su organización, y, como es natural, también del Derecho, que
tenga el juez. Extraer de la partitura, de la ley, las posiblemente diversas o
múltiples virtualidades que ofrezca o que permita, será obra y fruto de tales
concepciones, que variarán entre los jueces y garantizan el enriquecimiento y
la evolución de la jurisprudencia e incluso su gravitación en los cambios del
ordenamiento, mientras que con la cooptación lo que se asegura es la
preservación, el continuismo, la conservación, el conservadorismo, y a la
postre la persistencia y la rigidez, de una concepción determinada y de los
intereses a que responde o que protege.
En resumen, el concurso es el medio más
objetivo e imparcial para la selección y para la promoción, esto es, los
ascensos y traslados, de los miembros del Poder judicial.
En lo tocante a su gobierno y
administración, tenemos por lo más acreditado y recomendable la ya muy
extendida institución de los Consejos Superiores o Generales de la
Magistratura, que, siguiendo el modelo de la Constitución de la República italiana, pasó luego a la
francesa de 1958 y se ha difundido ampliamente por el mundo. Los peligros que
le acechan, y la desnaturalización y corrupción de que la institución haya sido
objeto en España, no arguyen, en realidad, contra ella, sino contra ciertos
criterios para integrarla que la desvirtúan. La adopción de tales Consejos y el
régimen de su integración son dos cuestiones, aunque complementarias,
distintas, y de la sindéresis y ponderación en resolver la segunda depende en
mucho el éxito de la primera.
Es, de cualquier modo, necesaria en la
elección de algunos de sus miembros la participación del Poder legislativo,
pues la menor legitimación democrática del judicial en su originación hace
ineludible la designación de determinado número de individuos del organismo que haya de regirlo por un
poder que emane directamente del pueblo; y parece beneficioso en muy varios
sentidos el que otros sean elegidos por los auxiliares de la administración de
justicia, o sea, los Colegios de abogados y de procuradores, por su conocimiento
y juicio acerca de cómo funciona el poder, sus problemas y la capacidad y
actuación de los jueces.
Desde luego, con la existencia del
correspondiente Consejo han de ceñirse los órganos judiciales a la labor que
les es propia y privativa, la de ejercer la jurisdicción, sin perder su tiempo
en gobernar y administrar el poder, ni que tampoco, por las consecuencias que
de tal gobierno y administración por los jueces superiores pueden derivarse
para sus subordinados, se vean o sientan éstos temerosos o coartados por
aquéllos en el desempeño de sus funciones.
Puede completar la espontaneidad,
flexibilidad y, en último término, independencia judicial la libertad de
asociación entre los jueces, y la existencia de varias entidades de esta
índole, no o no sólo con finalidades de socorro o ayuda mutua y de recreación,
sino con otras miras y por afinidades de otro tipo.
Una independencia de los jueces auténtica y
cabal exige la desaparición de la llamada justicia militar. Con motivo de la
agitación que se produjo en España alrededor de la que se denominó Ley de
jurisdicciones, de infausta memoria, Unamuno escribió en febrero de 1906 un artículo,
intitulado La patria y el ejército, al que pertenece el siguiente párrafo: "Hay, para
que todos los amantes de la cultura y de su progreso se opongan a toda
extensión del fuero militar y pidan el que se le restrinja más aún, hasta
hacerlo desaparecer por completo, una razón suprema, y es que la función militar
y la función judicial son antitéticas entre sí y se dañan y perjudican. La
educación que se da y debe darse a un militar para que sea tal cual se
requiere, es la menos a propósito para hacer un juez. La disciplina, que acaso
robustece y encauza la voluntad, atrofia y estropea aquella especie de
inteligencia necesaria para bien juzgar. El bien juzgar exige, ante todo y
sobre todo, independencia de criterio, y la disciplina jerárquica, así como el
detestable y dañosísimo espíritu de cuerpo, ahogan toda independencia de él”.
Y poco después reproduce esta frase del
periodista portugués Juan Chagas: "Justicia implica libertad, y el régimen
militar es un régimen de servidumbre”. Subordinación, obediencia y disciplina,
por un lado, e independencia, por otro, son conceptos incompatibles.
Además, la justicia castrense no es sino un
anacronismo, un vestigio pertinaz de la justicia corporativa, de raíces
medievales, que, de justificarse, llevaría por lógica a la aceptación y
creación de una justicia propia de cada profesión, evidente absurdo en el mundo
moderno. Por todo lo cual, en los países en que esté admitida
constitucionalmente, debe ser reducida al conocimiento y juicio de los delitos
de naturaleza militar perpetrados por militares, y tiene que estar sometida, en
lo jurisdiccional, al Tribunal Supremo del Estado y, en cuanto a su
superintendencia, al organismo que rija al Poder judicial.
Observando otro aspecto de estos problemas,
es de recapacitar y reconocer que el Ministerio público (los fiscales y los
defensores públicos), aunque en muchos ordenamientos aparecen integrándolo, no
forma, en puridad, parte del Poder judicial. Únicamente lo constituyen en
verdad quienes ejercen la jurisdicción, quienes resuelven lites, quienes juzgan
y ejecutan o hacen cumplir lo juzgado. Por ende, fiscales y defensores
públicos, no sólo se hallan fuera de él, sino que es inconveniente, y atenta
contra su independencia y contra la libertad con que deben conducirse frente a
los jueces, que se encuentren sometidos a su disciplina y superintendencia. La
independencia judicial reclama y no se completa sin la independencia asimismo
de cuantos colaboran con la administración de justicia.
Esto, sin ocuparnos aquí, pero sin dejar de
recordarlo a semejante propósito ahora, del gran contrasentido y los graves
riesgos que entraña el confiar la defensa de intereses particulares a funcionarios
públicos, contrasentido y peligros que con su autoridad insuperable puso
magistralmente de relieve don Ángel Ossorio y Gallardo en las siempre gratísimas
y aleccionadoras páginas de El alma de la toga.
IX.
Ahora bien, la independencia
del Poder judicial, por solemne y reiteradamente consagrada que estuviese en
un ordenamiento jurídico, no pasaría de ser una declaración de principios o
una expresión de deseos, si éste no proveyera los recursos de distinta índole
necesarios, para que aquélla cobre realidad y los jueces y tribunales
funcionen de hecho con autonomía, sin intromisión de ningún otro poder
público, sin sumisión a ningún otro poder, sin depender de ningún otro poder,
ejérzalo un individuo o una corporación, o sea, sujetos sólo a la Constitución
y las leyes.
Los recursos que requiere y de que debe
disponer el Poder judicial con el objeto de que su independencia sea efectiva
pertenecen a tres órdenes distintos: unos tienen carácter jurídico, otros
institucional y otros económico. En lo que sigue, nos limitaremos a apuntar
con brevedad los más importantes de cada grupo, pues su consideración
pormenorizada llevaría un espacio y un tiempo mucho mayores que los que aquí
podemos concederles, sin que, por lo de más, para nuestro propósito actual haga
verdadera falta.
a) Entre los primeros, lo principal es el
establecimiento o creación legislativa de los organismos y el régimen precisos
para el funcionamiento autónomo de dicho poder y la garantía de su independencia.
b) Entre los segundos, resultaban
imprescindibles:
1) una cantidad suficiente de
órganos jurisdiccionales en sus diversas competencias y jerarquías,
adecuadamente distribuidos en el país con arreglo a su configuración y
características geográficas, la densidad y concentración o dispersión de su
población y la índole prevaleciente de los problemas jurídicos que se suscitan
en los diferentes sectores de ésta y deban ser resueltos por los jueces.
2) una policía judicial, ajena
por completo a las autoridades administrativas y dependiente en todos los
sentidos exclusivamente del Poder judicial, de carácter y finalidad no
preventiva ni de vigilancia o represión, sino de investigación, con una seria
preparación, en consecuencia, de cuantos la compongan, técnica. Va de suyo
que debe contar con un instituto o laboratorio de policía científica, bien
dotado de personal especializado y medios materiales en los aspectos, muy
varios, de las investigaciones o asesoramientos que pueden serle solicitados.
A su lado, pero separado, por la naturaleza,
muy diversa, de la información que debe proporcionar y los conocimientos que,
por tanto, han de poseer sus integrantes, tiene que existir un instituto
médico-legal, con un departamento bien diferenciado, dentro de él, de
psiquiatría forense. Para la orientación y conformación de tal instituto, hay
que pensar, más allá de las cuestiones criminales y por mucho que sean las más
frecuentes, también en las civiles y laborales que pueden presentarse a los
jueces y exijan un esclarecimiento médico.
3) la creación y el
mantenimiento de los jueces de ejecución en lo penal, o de ejecución de las
penas. Como quiera que es función de la judicatura, no solamente declarar el
Derecho, sino también hacerlo cumplir, o sea, no sólo juzgar las contiendas
que se le planteen, sino asimismo, para evitar que sus pronunciamientos posean
una mera entidad verbal y hacer que se impongan y rijan en la vida real,
ejecutar lo juzgado (iurisdictio sine executione esse non potest), y dada, por
otra parte, la enorme complejidad de la ejecución de las penas privativas de
la libertad, que en nuestra época son todavía las penas por excelencia, con la
incontable cantidad de problemas que a lo largo de su ejecución se presentan en
cada condenado a ellas, se hace poco menos que impensable, y, desde luego,
es, en los hechos, ilusorio, que se ocupen de esta materia los jueces del
crimen, demasiado abrumados por sus responsabilidades propias, y, salvo que
continúe abandonada la ejecución penal a la discrecionalidad y el arbitrio
administrativos, que con frecuencia se transforman en arbitrariedad, y, en su
lugar, se pretende el pleno imperio del principio de legalidad en lo penal, es
ineludible instituir unos jueces especializados que conozcan y resuelvan tales
problemas.
4) transferir la dependencia de los
establecimientos de privación de libertad, tanto los preventivos como los
penales, al Poder judicial.
c) En lo económico, lo
fundamental es consignar en las constituciones un porcentaje determinado y
adecuado del presupuesto de gastos del Estado para el Poder judicial, y que sea
administrado por el correspondiente Consejo Superior o General de la judicatura.
X.
Conviene aclarar, por una
parte, que, cuando se dice que la independencia de los jueces consiste en que
no se hallan sujetos en el ejercicio de sus funciones más que a las leyes, se
está designando con esta última palabra el conjunto de la legislación en sentido
amplio, o sea, comprensivo de todas las normas de Derecho escritas de un país
(leyes propiamente tales, la Constitución, decretos, órdenes, etc.), y, por
otra, que la ley no es sino una fuente formal del Derecho, a cuyo lado, con
mayor o menor importancia, coexisten otras, que, en todo caso, como fuente que
es, sólo manifiesta o permite captar lo jurídico, pero no lo constituye, y,
así, dependerá de la perfección de la ley, y la fidelidad con que de consiguiente
responda al pensamiento íntimo de un ordenamiento y lo exprese, el que más o
menos a menudo se haga necesario al juez recurrir y atenerse tras ella al
complejo de valores que inspiran, de principios que informan y de fines a que
tiende el respectivo ordenamiento, es decir, a lo que Max Ernst Mayer llamó
normas de cultura reconocidas por el Estado, y resolver de este modo
supralegalmente el caso que le ocupe. Se comprenderá que este en muchas
ocasiones obligado recurso y aplicación de la supralegalidad no supone ninguna
escapada a la suprajurídico, y, por ende, tampoco a cualquier pretendido
Derecho natural, ni fallar con criterios extra-jurídicos; bien al contrario,
implica apegarse a la médula desnuda y viva de un ordenamiento particular y
concreto y aplicarla a la solución de un caso individual, fenómeno indudable de
la más pura independencia jurisdiccional.
En esta perspectiva no cabe omitir que la
judicatura tiene que estar vigilante en la protección más pronta y eficaz de
los derechos fundamentales del hombre frente a cualquier exceso que los
conculque de los restantes poderes públicos o sus servidores, y principalmente
el ejecutivo o quienes lo detenten; y ello, tanto porque en la actualidad el
reconocimiento de tales derechos no sólo preocupa a la conciencia universal y
al Derecho internacional, sino que es parte ya del ordenamiento interno de
todos los países, cuanto porque la cultura de nuestro tiempo no consiente hoy
el desconocimiento de la dignidad de cada ser humano y los derechos que de su
dignidad inmediatamente se derivan.
La protección de los derechos fundamentales
del hombre, o, lo que viene a ser igual, la punición de los atentados contra
ellos, acredita la auténtica independencia del Poder judicial en su conjunto,
o de un juez en su individualidad, relativamente al Gobierno, y hasta puede
asegurarse que es piedra de toque en este punto; y se hace más
imperiosa y fecunda para lograr la pacificación de los pueblos convulsionados por guerras civiles y luchas
intestinas, por el bien conocido efecto multiplicador de la violencia que, a la
corta o a la larga, justificando y disparando la venganza y la justicia por
mano propia, ejerce la impunidad.
Muchos países de América están empeñados hoy
con mayor o menor sinceridad en procesos que califican de pacificación y reconciliación.
A mi ver, la
reconciliación es fruto preferentemente de la disposición moral y la
sensibilidad individual; pero para lograr la pacificación, esto es, la
convivencia en paz, la actuación independiente del Poder judicial es
instrumento eficacísimo, por no decir indefectible. Al fin y al cabo, la
convivencia en paz, si ha de ser verdadera convivencia, o sea, de seres libres
y como libres, tiene que estar ordenada por el Derecho, y su vigencia e imperio
sólo pueden ser garantizados y sostenidos en la realidad social de cada día
por la actuación independiente de los jueces y tribunales.
Además, y en congruencia con ello, la confianza en las
instituciones públicas, y en el Derecho que en un Estado de Derecho debe
regirlas, sólo tiene sentido y es posible mientras quepa pensar y exclamar que ¡Aún
quedan jueces en Berlín!
De tal suerte, esta independencia se eleva a
lo que no vacilamos en llamar su significado y valor ético; significado y
valor ético que se desdobla en
dos vertientes: una, que mira hacia los integrantes del mismo Poder judicial,
y la otra, hacia los justiciables y la sociedad en general. En cuanto a lo
primero, porque, obrando independientemente, sus miembros no están constreñidos
ni reciben dictados, no son instrumentos ni amanuenses, son libres en su entendimiento
y aplicación del Derecho, o sea, se autodeterminan en ella, y en eso, en el
auto determinarse, consiste la esencia de lo humano y la dignidad del hombre.
Y en cuanto a los justiciables y la sociedad
en general, porque les garantiza la seguridad jurídica y consiguientemente su
libertad individual, o sea, que, fuera de las limitaciones mínimas que les
exhibe y les impone el Derecho para hacer compatible la libertad de cada uno
con la de todos los demás, pueden obrar sin restricciones ni temor conforme a
las máximas de su conciencia y proponerse y realizar su destino personal,
nunca compelidos ni utilizados como medios para fines ajenos, sino siempre
como fines en sí, o, por decirlo con una expresión concisa y precisa, a la vez
que famosa, como seres librevolentes considerados como autofines. Lo cual,
además, hará que el común de los mortales, en lugar de contemplar en la
judicatura un aparato y una fuerza ininteligibles y distantes, que pueden
oprimirles y destruirles, la sientan como una institución natural y propia de
la sociedad, que incluso les puede proteger, y, en definitiva, no llevará a que
desaparezca, pero si a que decrezca la desconfianza, cuando no el temblor, con
que los hombres se acercan y comparecen ante los jueces. Que no hay que olvidar
la vieja sentencia de Plauto que Lardizábal, el primer penalista americano,
traduce: No sabes tú el miedo que causa presentarse delante del juez.
Por eso estoy ahora tan temeroso de haber
hablado tanto ante tantos jueces.
…